Sapir Englard
SIENNA
Me había olido en el comedor. Había olido mi Bruma y me había seguido hasta ahí.
Pero, ¿podía Aiden Norwood oler que estaba a un metro de distancia, tan solo resguardada por una fina puerta de metal, y que estaba con las bragas por los tobillos y con los dedos dentro de mí, tan ~cerca del orgasmo?
—La Bruma puede golpearte en los lugares más imprevisibles —gruñó. Pero había una diversión casual en su tono que me enfureció.
Sin pensarlo apenas le espeté: —Vale, ¿y?
Nadie le hablaba así al Alfa. ¿Acaso quería que me matara?
Saqué los dedos lentamente. Mi cuerpo gimió de frustración, pero mi mente, que por suerte seguía funcionando, volvía a recuperar el control.
Cuando me incliné para subirme las bragas, Aiden susurró, y fue como si no hubiera ninguna puerta entre nosotros. —¿Y entonces, mujer? ¿Por qué no le pones remedio?
Pero no era una pregunta. Era una orden.
Un puro macho alfa en todo su esplendor dando una orden a uno de sus miembros de menor rango. Llamándome «mujer», como si no tuviera nombre. Condescendiente. Juicioso.
Me levanté de golpe y me ajusté el vestido, incapaz de controlar mi temperamento.
—¿Qué te da derecho a hablarme así? —me quejé—. ¿Y a entrar en el baño de mujeres y decirme lo que tengo que hacer? ¿Quién demonios te crees que eres?
No tuve tiempo de recapacitar, de arrepentirme de mis palabras o de pedir perdón porque, al instante, la puerta se abrió de golpe.
Ahí estaba.
Aiden Norwood, en todo su esplendor, aterrador y hermoso a la vez. Me miró, con los ojos verdes dorados encendidos, rezumando agresividad.
Menos mal que me había subido las bragas a tiempo, o quién sabe qué habría pasado.
—¿Que quién me creo que soy? —preguntó—. ¿Necesitas un recordatorio?
En ese momento, al olerlo, me di cuenta de que el Alfa no se movía solo por la ira. La Bruma le estaba afectando.
Un montón de preguntas me daban vueltas por la cabeza, pero no tuve tiempo de responderlas. Porque su Bruma hizo que la mía resurgiera con una intensidad repentina e insoportable.
Pronto mi rabia se derritió de puro calor.
Quería, deseaba, necesitaba que se acercara.
Como si pudiera leer mis pensamientos, se acercó y entró en el cubículo.
Parecía que el corazón se me fuera a salir del pecho y las piernas me temblaban.
—¿Qué haces? —balbuceé.
—Sabes quién soy —dijo mientras daba otro paso—. Dilo.
—Eres… eres el Alfa.
—Di mi nombre.
¿Podía atreverme acaso? Nadie debía pronunciar ese nombre, salvo sus asesores más cercanos y sus parejas sexuales.
No. Negué con la cabeza, no quería ceder. Quería resistir. No.
Intenté esquivarlo para salir del cubículo y él levantó una mano, cortándome el paso.
—¿De qué tienes miedo? —preguntó.
Intenté apartar su mano y me agarró la muñeca.
Debería haber tenido miedo. Debería haberme aterrorizado al verme acorralada por un hombre lobo —el Alfa, nada menos— en unos baños.
Pero lo cierto es que no creía que Aiden Norwood pretendiera obligarme a hacer algo en contra de mi voluntad. Creía que podía sentir cómo mi Bruma lo deseaba.
Quería saber por qué me estaba resistiendo cuando ninguna chica antes se le había resistido.
—Por favor… suéltame —dije con voz temblorosa.
—¿Te atreves a dar órdenes a tu Alfa?
—He dicho por favor, ¿no?
No me creía lo audaz que podía llegar a ser yo misma.
Por primera vez pude ver su rostro de cerca. El tormento nadaba dentro de sus ojos. Parecía que estuviera considerando mis palabras de verdad. Pero entonces vi cómo se le abrían las fosas nasales.
Se acercó los dedos, los mismos que acababan de estar dentro de mí, a la nariz.
Mientras los olía, sentía cómo la Bruma palpitaba en su interior.
—Estabas… —comenzó a decir.
—Poniendo remedio. Como tú decías.
—¿Por qué así? Un hombre puede hacer mucho más —dijo en un ronco susurro. Solo con imaginarlo se me pusieron los ojos en blanco. No pude evitarlo.
Gemí.
Y eso bastó.
Un segundo después, el Alfa me tenía inmovilizada contra la pared del baño. Mis piernas abandonaron el suelo y se enrollaron alrededor de su torso.
Me apretó más y noté su bulto hinchado.
Me invadió una brutal ola de excitación. Era la primera vez que un hombre me tocaba así. Me sentí mareada y loca y no era yo misma.
Entonces apretó sus labios contra mi cuello y, en lugar de besarme, me lamió. Devoró hasta la última gota de sudor.
Era demasiado.
—No... yo...
Pero me sentí impotente para resistirme a la Bruma que nos había atrapado a los dos.
Sentí su bulto contra mi ropa interior húmeda y gemí de placer, de dolor, de todo lo que había entre medias. Mi mente era una niebla en la que solo había sexo.
Sus manos. Dios mío, qué manos. Dejó de apretar mis muñecas y las deslizó por debajo de mi vestido hasta agarrar mi culo desnudo.
Cada centímetro de sus manos grandes, cálidas y asperas parecía encajar en mi cuerpo.
Sin que pudiera pararme a pensar en lo que estaba haciendo, la parte inferior de mi cuerpo empezó a empujar contra la suya, haciéndolo gruñir.
Mis brazos se enredaron en su cuello. Necesitaba tocarlo, abrazarlo, apretar cada parte de mí contra él.
Lo deseaba como nunca antes había deseado nada en este mundo.
Y entonces vi algo en sus labios: una sonrisa de satisfacción. Una mirada que parecía decir: «sabía que podía hacerte mía». La condescendencia, el engreimiento... rompieron el hechizo por completo.
Cegada por la ira y el asco, gruñí y me zafé de sus brazos. La Bruma seguía afectándome, pero mi mente por fin se había despejado. Podía volver a pensar.
—¿Qué pasa, mujer? —gruñó, divertido.
Mujer. De nuevo convirtiéndome en otra don nadie a la que follarse para luego deshacerse de ella.
—Suéltame —dije apretando los dientes—. Lo digo en serio.
—¿Estás segura?
Una vez más, empujó su miembro palpitante contra mí. Tuve que resistir el impulso de gemir.
Aiden Norwood, el Alfa de la manada de la Costa Este, y yo, Sienna Mercer, estábamos en un baño de la Casa de la Manada haciendo petting.
¿Cómo había podido llegar a eso? Durante los tres años de Brumas había sido capaz de controlarme. De aguantar y de rechazar todas las tentaciones. Hasta ese momento.
¿Cómo había podido caer? Y de toda la gente posible, con el Alfa.
Una parte de mí se preguntaba por qué no podía simplemente disfrutar. Pero otra parte, una parte más inteligente, sabía por qué. Este hombre no era mi pareja para toda la vida.
De eso podía estar segura.
—Sé que eres el Alfa —gruñí—. Sé que se supone que debo someterme. Pero...
—No lo harás. —Sonrió—. Lo sé. Eso es lo que me gusta.
Fruncí el ceño. Vaya una sorpresa. Más sorprendente aún fue que, un instante después, me soltara.
Me bajó y abrió la puerta con un gesto como diciendo: «vete».
Pero sus ojos decían algo totalmente diferente. Parecían decir: «esto es solo el comienzo».
No me paré a buscar muchos significados. Me había concedido una vía de escape y tenía toda la intención de aprovecharla.
Bajé la mirada y adopté una postura sumisa mostrando respeto por su disposición a cooperar. Me alisé el vestido y me apresuré en salir del baño.
Cuando la puerta se cerró, todavía podía sentir los ojos verdes y dorados de Aiden Norwood clavados en mi espalda. ¿Qué demonios acababa de pasar?
***
Cuando volví a mi asiento noté que algunas miradas me seguían con una suspicacia silenciosa.
Que yo hubiera abandonado el comedor y que el Alfa me hubiera seguido unos minutos después no había pasado desapercibido, claramente.
Mi madre fue la primera en mirarme de arriba abajo.
—¿Estás…? Cariño, tu pelo…
¡Mierda! Al huir con la mirada gacha no me había preocupado de mirarme al espejo y comprobar si tenía un aspecto… no sé… ¿recatado? ¿Como si no acabara de estar a punto de follar con el Alfa?
Me coloqué algunos mechones detrás de las orejas con la mirada fija en el plato, intentando que mi madre no continuara con la conversación.
Pero si yo aún podía oler el aroma del Alfa en mí, seguramente mi madre también.
—¿Podemos comer en silencio, por favor?
Por suerte, un segundo después mi madre me hizo caso y me dejó en paz.
Y pronto el bullicio volvió a invadir la sala y pude sumergirme en un segundo plano y fingir que no había pasado nada.
Cuando Aiden volvió, nadie me miró.
Quizá aún podría abandonar la Casa de la Manada con mi reputación y mi cuerpo indemnes.
Quizá...
Una vez terminada la cena y concluidas algunas de las formalidades, incluida la audiencia en la que las familias se reúnen individualmente con el Alfa y su Beta, la cual evité a toda costa, nuestra familia se dirigió a la salida.
Iba a salir de allí por fin.
Fue entonces cuando me di cuenta de que me había dejado el chal en el comedor. ¡Maldita sea!
—He olvidado algo. Vuelvo enseguida —le dije a mi familia—. Podéis adelantaros para ir arrancando el coche.
—Claro que sí, cariño —dijo mi padre.
Él, mi madre, Selene y Jeremy salieron y yo corrí a recuperar mi chal.
Me asustaba la idea de que Aiden Norwood siguiera en el pasillo, que tuviera que volver a encontrarme con él de tú a tú.
Pero para mi sorpresa, la sala estaba desierta.
Cogí mi chal y me dirigí a las puertas de la Casa de la Manada.
El pasillo que conducía al exterior estaba vacío. Podía oír a algunas de las familias al otro lado de la puerta charlando, a punto de irse a casa.
Ya tenía los dedos en el pomo de la puerta cuando la sentí. Una presencia amenazante justo detrás de mí. Un olor que reconocí.
No, no, no...
—Antes de que te vayas —me susurró Aiden Norwood al oído—, tengo algo para ti.
Sentir su respiración caliente en mi cuello me hizo temblar de placer y de asco a la vez.
—Ya te lo dije, no soy… —comencé a decir mientras me giraba.
Pero antes de que pudiera decir otra palabra, el Alfa acercó su boca al recodo entre mi cuello y mi hombro. Y sin que yo pudiera detenerlo, lo hizo.
Me mordió.
Una mordedura que tardaría meses en desaparecer.
Una mordedura que comunicaba a todos los hombres lobos del mundo a quién pertenecía exactamente. Una mordedura que indicaba que yo era suya.
Aiden Norwood acababa de marcarme.
—Eres mía para el resto de la temporada —susurró—. Si otro hombre te toca, lo mato.
Luego se dio la vuelta y me dejó allí, en la entrada de la Casa de la Manada.
No sabía si quería hacer el amor con él o matarlo.
Lo que estaba claro es que alguna de ambas cosas iba a suceder.