Divorciada de un paralítico - Portada del libro

Divorciada de un paralítico

Giss Dominguez

Capítulo 3

Se sentía frustrado. Sobre todo no quería que ella lo viera en esas condiciones. Movió las ruedas de su silla para poder desplazarse y se acercó al gran ventanal. La silla alta y giratoria que utilizaba antes ya no le hacía la función, por ese motivo necesitaba la silla de ruedas. Aunque le gustaba estar en aquella silla alta donde se sentía poderoso cuando aún le funcionaban sus piernas, ya no podía hacerlo.

Aunque fuera en su mente, él creía poder seguir utilizando esa silla.

Pero la realidad era que no. Ahora solamente quedaba parte de la ilusión.

Miró hacia el exterior, le gustaban los días nublados, seguramente estaba a punto de llover.

Antes le gustaba caminar bajo la lluvia. Aún podía recordar eso. Se mordió los labios y le dió un fuerte golpe a la silla de ruedas.

—¡Maldición! —protestó.

Por otro lado, Brianna estaba metida en tanto papeleo que se perdió. No podía llegar a comprender quién podría guardar tantos archivos en un lugar tan pequeño.

Estornudó. Le daba alergia el polvo y ese lugar ni siquiera tenía una ventana.

Salió envuelta en carpetas; apenas se le podía ver la cara.

Al llegar a su pequeño escritorio, lo dejó todo allí.

—¿Te asignaron un poco de trabajo? —preguntó sarcástica Melissa.

—¡Cállate! —le dijo Brianna con poca paciencia.

—¿No quieres que te ayude?

—Me encantaría pero el jefe me dijo que solamente yo podía ver estas cosas.

—Entonces te deseo suerte. Te traeré un café.

Melissa se puso de pie y desapareció por el pasillo. Brianna puso los ojos en blanco y abrió la primera carpeta. Había mucha humedad en el ambiente y gran cantidad de polvo salió disperso de aquella carpeta.

—Voy a morir ahogada —protestó.

Cuando ya iba por la décima carpeta, se puso de pie. Quería preguntarle a su jefe acerca de algunos números que no le cuadraban.

Eran demasiado extraños. Al parecer, habían sacado dinero de la empresa sin ninguna justificación. Llamó levemente a la puerta pero como no obtuvo respuesta, la abrió.

—Señor, aquí tengo esta carpeta y no puedo llegar a comprender los números y... —Se quedó en silencio. Nunca en su vida hubiera esperado ver a su ex marido en una silla de ruedas.

Sus ojos se abrieron como platos; Eduardo estaba mirando por la ventana.

Parecía tranquilo; a pesar de estar en esa posición parecía poderoso y muy atractivo.

Su cabello, algo largo, lo hacía ser aún más varonil.

—¡Te dije que llamaras a la puerta y que esperases! —gritó de pronto Eduardo.

—Lo-lo siento, como no respondió yo...

—No puedes hacer nada bien Brianna, solamente te pedí una cosa, que cada vez que vengas llames a la puerta y que no abras por nada del mundo y aun así, vas y entras. ¿Acaso quieres que te despida? ¡Pues lo haré! ¡Estás despedida!

Brianna abrió los ojos sorprendida. No se esperaba nada de todo esto. Solamente quería advertirle acerca de unos números raros, y de repente, estaba despedida.

—No por favor, no puedes volver a ser injusto conmigo. Yo no hice nada y...

—Sí. Desobedeciste mis órdenes. Ahora ve a recursos humanos. Iré enseguida para anunciar que estás despedida.

«Dios. ¿Qué haré con Emma?».

—No… No puedes hacerme esto.

—Claro que puedo, y no me interesa tu vida, ni siquiera lo que hagas. Ahora, largo.

Brianna, con los ojos llorosos, dejó caer las carpetas al suelo y salió corriendo de la oficina de Eduardo. Sus ojos se llenaron de lágrimas y comenzó a llorar. No le importaba que la vieran de esa manera; se sentía desprotegida nuevamente.

¡Por la misma persona!

De nuevo, ella había depositado su confianza en él y de nuevo él la había dejado así.

Odiaba su suerte, odiaba a Eduardo. Pero había algo que no podía llegar a comprender a pesar de su tristeza…

¿Por qué estaba en una silla de ruedas?

¿Había tenido un accidente?

En cuanto llegó a recursos humanos, la gente la miró con un poco de pena.

—Lo lamento tanto Brianna.

—¡Soy una estúpida! ¿Cómo.... Cómo puedo…?

—Tranquila, solamente te puedo decir una cosa y es que...

—No. Me siento mal. Siempre me pasan estas cosas, siempre me dejan de lado… —dijo con tristeza.

—Tranquila, encontrarás algo y alguien mejor.

Brianna tardó una hora en procesar todo lo que había sucedido. Finalmente, salió por la puerta cabizbaja, sin saber muy bien qué hacer. Al menos tenía dinero, pero nada más. Ya no tenía un trabajo estable.

Lo tenía hace un mes, pero ahora ya no podría ahorrar para poder comprarle una cuna a su bebé.

Siguió llorando mientras caminaba; lo hizo de forma lenta y pausada. De nuevo, esa sensación de que alguien la vigilaba apareció, pero nuevamente lo dejó estar.

Una vez en la puerta de su edificio, entró.

—¡Tiene fiebre! —comentó desesperada su madre.

Abrió los ojos sorprendida, quitándose las lágrimas de la cara.

—¿Qué? ¿Por qué no me has llamado?

—No me has cogido el teléfono Brianna. ¡Estuve a punto de ir a tu trabajo! Ya he preparado todas las cosas. Por favor llévatela al hospital, está muy mal.

—Ahora mismo iré —comentó nerviosa, sintiendo que su cuerpo temblaba.

Cogiéndola en brazos, bajó las escaleras a toda prisa. Llegó hasta la parada de taxis y estiró la mano pero ninguno se paró. Estaban todos ocupados.

A lo lejos, estaba con la boca abierta. No comprendía lo que estaba viendo: ver a su ex mujer con un bebé muy pequeño en brazos lo desconcertaba. Parecía estar desesperada estirando el brazo para parar a algún taxi pero ninguno lo hacía.

—¡Por favor! ¡Que alguien me ayude! —dijo Brianna y se quebró.

Se dejó caer de rodillas al suelo, aún con su bebé en sus brazos y lloró amargamente.

—Yo te llevo —comentó una voz conocida y al levantar la vista se encontró con su ex marido, dentro de una limusina.

—No me interesa subirme a ese coche contigo —dijo Brianna con rencor.

—¡Está bien! —dijo subiendo la ventanilla.

Brianna de pronto reflexionó y dijo:

—¡No, espérame! ¿Puedes llevarnos al hospital?

—¿Quién es esa niña?

—Es mi hija —dijo Brianna. Él la miró sorprendido.

—Sube al coche.

—Gracias —comentó y simplemente desapareció de la calle para subirse al coche.

Su corazón latía a mil por hora; no se esperaba que él pudiera llegar a escucharla y menos empatizar con ella.

En ese instante, lo único que quería era básicamente saber si su hija iba a estar bien.

Ella lloraba pero su bebé lloraba desesperadamente.

—Tranquila amor —comentó mientras la abrazaba, y sacaba su pecho para darle leche.

Eduardo la miró en ese momento y tragó saliva en seco.

«¿Acaso ella…? No, no puede ser».

Empezó a atar cabos y comprendió que esa pequeña bebé podría ser su hija. Si ella hubiera estado embarazada en el momento que él la dejó, podría serlo; quizás en aquel momento estaba de dos meses, quizás de tres meses.

Si era así, el bebé debería de tener un año y pocos meses.

—Tranquila, ya llegamos. Este no es el hospital —dijo al ver una gran clínica.

La cual no podría pagar ni en mil años.

—Esto es mejor que un hospital. Además, no vas a tener que esperar tanto tiempo.

—No, no puedo.

—¿Cómo que no puedes? —comentó él mientras abría la puerta, y sacaba con bastante agilidad la silla de ruedas de la parte trasera.

—No puedo pagarlo —dijo con un hilo de voz.

—Eres rica, ¿de qué demonios hablas?

—¿Rica? Era rica. Mi padre... Mi padre se lo llevó todo y nos dejó a mí y a mi madre en la calle.

—No es mi problema, pagaré lo que sea que tenga esa niña.

—No, solamente llévame a un hospital, por favor.

—Eres terca. Esa niña no va a llegar al hospital.

—No necesito tu benevolencia, solamente llévame a un hospital.

—No lo hago por ti, lo hago por la niña.

—¿Por qué? Ella no es tu responsabilidad.

—¿Y si sí lo fuera? ¿Acaso tienes algo que decirme? —le preguntó, acercándose a Brianna.

Hacer eso fue un gran error para él. El olor a vainilla invadió sus fosas nasales y rápidamente su cuerpo se echó hacia atrás por el impacto que le produjo su aroma.

—Solamente déjame en el hospital —volvió a pedirle y él puso los ojos en blanco.

Bajó con agilidad, se sentó en su silla de ruedas y cerró la puerta del coche.

Se giró para abrir la puerta de su acompañante. Ella, con desconfianza, pisó el suelo húmedo de la calle y salió escopetada.

En silencio entraron en el hospital. Ella no había entrado en un lugar así con su hija. Hubiera deseado tener todo el dinero que tenía antes para poder ayudar a su bebé a estar mejor. Ni siquiera tenía un juguete; el único que tenían era el que le habían dado en el hospital cuando nació.

—Buenos días, este hospital no es público —dijo una mujer al mirar de arriba a abajo a Brianna; claramente se notaba que no tenía ni un duro.

—Yo pagaré lo que necesita esa niña, por favor revísela.

—Enseguida, señor —dijo la chica agachando la mirada y atendiéndola. Ambos se sentaron en la sala de espera.

Enseguida, en cuestión de quince minutos, salió un doctor pronunciando el apellido Alba.

—Aquí está Emma —comentó y se puso de pie.

—Gracias por esto —comentó y simplemente desapareció por las puertas blancas.

El llanto de la niña desapareció poco a poco hasta que un silencio sepulcral invadió el lugar.

Eduardo hizo una mueca al percatarse de lo que estaba ocurriendo. Él nunca se había preocupado por nadie y al hacerlo ahora descubrió en él un sentimiento difícil de describir.

En cuestión de una hora, Brianna apareció con la bebé dormida y agradeciéndoselo una y otra vez al doctor.

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