
De camino a casa, miré a mi princesa dormida.
Hacía cinco años que se había ido y ahora había vuelto conmigo, pero no como yo esperaba. Me había jurado a mí mismo que nunca permitiría que le hicieran daño, pero aquí estaba, magullada, escayolada y dolorida.
Cuando encontrara al puto enfermo que le hizo esto, iba a desear no haberla tocado nunca.
La miré una vez más; al ver la escayola en su brazo, lo único que pude hacer fue culparme por no haber sido el padre que ella necesitaba.
Después de la muerte de Ángela, seguí apartando a Mia. Me arrepentía cada día.
Nunca olvidaré cómo me sentí el día que volví a casa de la carrera, hace cinco años, cuando supe que se había ido. Cada vez que hablaba de su arte o de irse a estudiar fuera, yo la ignoraba y me centraba más en mi club.
—¿Sabes que te vas a hacer arrugas si sigues poniendo esa cara?
Oí decir a Mia, haciéndome saber que estaba despierta.
—Estoy bien, princesa. ¿Cómo estás tú? ¿Estás bien? —pregunté.
—Papá, te conozco; te estás culpando por no estar ahí para protegerme. —Se acercó para cogerme la mano. Tenía razón, me culpaba a mí mismo.
—Sabes que eso lo heredaste de tu madre. Siempre supo leer a la gente con mucha facilidad. —Suspiré.
—Papá, por favor, no te culpes; no es culpa tuya. —Me dio un pequeño apretón en la mano.
—Es difícil no hacerlo, princesa. —Me llevé la mano a los labios y la besé. Después de unas horas conduciendo, tuve que parar para echar gasolina.
—Voy a por agua. ¿Quieres algo? —preguntó Mia, saliendo lentamente de la camionetaón.
—Claro, princesa. Yo también tomaré agua. —Empecé a echar gasolina. Miré al cielo e inspiré lentamente—. Ángela, ojalá estuvieras aquí, cariño. A Mia le vendría bien tener a su mamá ahora mismo —susurré mientras terminaba de echar gasolina.
—Muy bien, he traído agua para todosa los dos y tus patatas fritas favoritas —oí a Mia decir mientras se acercaba a mí.
—Gracias, princesa. Vamos a casa; aún nos queda un poco —dije, subiendo a la camioneta.
Habíamos salido de la gasolinera hacía más de media hora. Mia había estado muy callada. La miré y vi que estaba mirando por la ventana.
—¿Estás bien, princesa? —pregunté, intentando imaginar en qué estaría pensando.
—Sí, estoy bien, papá. —Hizo una pausa—. Pienso en ella todos los días. No puedo evitar pensar en cómo llevaría todo esto ahora mismo. —Suspiró.
—Estaría buscando hasta el fin del mundo, tratando de encontrar a quien hizo esto. Una cosa es segura. Sé que estaría muy orgullosa de ti —le dije.
—Sí, siempre fue dulce, pero en cuanto la cabreabas, se volvía dura como una roca. Ella es la razón por la que no me rendí cuando quise hacerlo; ella es mi fuerza —susurró la última parte y suspiró.
—Me alegro de que no te rindieras, princesa. Tienes talento. Siento no haberte apoyado antes. Estoy orgulloso de ti. —La miré y la vi enjugarse una lágrima.
Me aparté a un lado de la carretera, me acerqué a ella y la abracé. —Te quiero, princesa. Siento no haber sido el mejor padre para ti —le dije, abrazándola.
—Yo también te quiero, papá. Yo también lo siento. No debería haberme escapado de casa como lo hice y no haberte llamado en tantos años. —Mia levantó la cabeza para mirarme mientras se le saltaban las lágrimas.
—Ahora estás aquí; eso es lo único que importa. —A mí también se me escaparon algunas lágrimas.
Durante diez minutos, nos aferramos el uno al otro y dejamos salir todas nuestras emociones.
—Vale, no más lágrimas. Vámonos a casa antes de que anochezca; podemos hablar más cuando lleguemos. —Le sequé las lágrimas y luego las mías.
—Me gustaría mucho, papá. —Mia me dedicó una suave sonrisa.
Desde la muerte de Ángela, era la primera vez que veía a mi princesa sonreírme de verdad. Una vez que el aire se aclaró un poco entre nosotros, empecé a conducir de nuevo.
Empezaba a oscurecer, así que busqué mis gafas de conducir en el bolsillo. Todavía teníamos otra hora antes de llegar a la sede del club.
—Está bien, viejo, detente; déjame conducir. —Mia se movió en su asiento, mirándome.
—No, princesa, está bien. Duerme un poco, lo necesitas. Llegaremos enseguida —dije, sin dejar de conducir.
—¿Estás seguro, papá? Sé cuánto te disgusta conducir de noche —dijo, recordando cómo odiaba yo la conducción nocturna.
—Lo sé, princesa, por eso tengo mis gafas de conducir ahora. Estoy bien, de verdad; sólo duerme un poco. —Señalé mis gafas.
—Vale, papá —susurró.
Finalmente, volvió a cerrar los ojos. Después de todo lo que había pasado, necesitaba todo el descanso posible.
Cuando llegamos a la sede del club, miré el reloj y vi que marcaba las nueve.
Salí lentamente de la camionetaón y me dirigí hacia Mia. La levanté y la llevé dentro.
—Buenas noches, princesa. Estoy muy contento de tenerte en casa —le susurré mientras la tumbaba en la cama. Le di un beso en la frente y salí en silencio.