
El profesor
Sarah creía haber dejado atrás su mayor desamor… hasta que su gira de promoción la lleva de vuelta al campus y la pone frente a frente con el único hombre que nunca superó del todo. William fue su crush inalcanzable: brillante, mayor y completamente prohibido. Ahora ella es una autora superventas, y la historia que la hizo famosa… habla de él. Y él la ha leído.
Chispas saltan, los límites se desdibujan y lo que comenzó como una fantasía adolescente arde con más intensidad de lo que jamás imaginó. Pero los viejos sentimientos traen consigo nuevos riesgos, y amarlo podría costarle más de lo que está dispuesta a dar.
Un slow-burn electrizante, lleno de tensión, tentación y esa clase de química que no se puede fingir.
Capítulo 1
SARAH
Sarah volvía a casa, en Willowridge, después de diez años. Llevaba un vestido atrevido, una invitación a la reunión del instituto y un libro que había escrito sobre una historia secreta.
Estaba nerviosa. No era la emoción agradable de conocer a sus fans en una firma de libros; esto era peor. Más intenso. Una preocupación que la inquietaba.
No era un evento cualquiera, era su instituto, donde todo comenzó. Donde aprendió lo fácil que alguien podía salir lastimado.
Casi podía verse a sí misma a los diecisiete: callada, inadvertida, la chica que se sentaba al fondo de cada clase. No le gustaba estar rodeada de gente. No iba a fiestas, no hablaba con chicos en los pasillos, no usaba ropa llamativa.
Las chicas populares apenas la notaban. ¿Y los chicos? Ni se fijaban en ella.
Así que leía mucho, siempre cargada de libros, siempre con otra historia en la que perderse. Esos libros se convirtieron en su escape, su refugio cuando el mundo parecía demasiado duro. También estudiaba muchísimo, casi obsesivamente, porque era lo único en lo que sabía que destacaba.
Pero al pensar en esos pasillos, también sentía algo de alegría: el sonido de los casilleros cerrándose con pósteres pegados o recordando las excursiones escolares donde todos cantaban a pleno pulmón en el autobús. Ella nunca cantaba, pero siempre escuchaba.
Aunque estuviera al margen, esos momentos también eran suyos de una forma silenciosa.
No todo fue malo. También hubo cosas buenas: profesores que creyeron en ella, tardes escribiendo en cuadernos, la emoción de encontrar palabras que sentía que eran solo suyas. Y aunque no lo sabía entonces, cada lugar solitario, cada página que leyó, cada recuerdo feliz y triste la estaba moldeando en quien llegaría a ser.
Ya no era la chica tímida y callada. Ahora la gente conocía su nombre.
Su trabajo como escritora de novelas eróticas la había hecho muy famosa, algo que nunca esperó. Gente de todo el mundo leía sus libros y, a menudo, comentaba lo intensos que eran.
La gente hablaba como si hubiera construido un gran imperio, pero algunos días aún sentía que había llegado allí por casualidad y esperaba que alguien la descubriera.
Que la llamaran «graduada exitosa» le parecía muy extraño. Sandra lo hacía aún más raro al decir que también debería firmar libros en la reunión.
Su agente, y mejor amiga, era quien mantenía su ajetreada vida en orden. Bajita, curvilínea y ruidosa, con el pelo rojo brillante, era la razón por la que podía escribir tantos libros mientras bebía litros de café.
También era buena haciéndola hacer cosas con las que no se sentía cómoda, como hoy.
—¿Estás segura de que este vestido es buena idea? —preguntó mientras bajaba del helicóptero, con las aspas moviendo el fresco aire otoñal a su alrededor.
El viento tiraba de su pelo y olía ligeramente a hojas húmedas y humo de chimenea, como si el otoño quisiera recordarle dónde estaba.
Tiró nerviosamente del borde del ajustado vestido rojo que Sandra había elegido. Se pegaba a su cuerpo y el escote era tan bajo que casi podía ver su propio corazón latiendo.
Su piel se erizaba con el aire fresco, pero también sentía calor en el estómago por los nervios.
Sandra bajó detrás de ella, con sus tacones altos golpeando la piedra con una confianza que Sarah nunca podría fingir. Olía ligeramente a vainilla y perfume caro, contrastando con el aroma terroso del aire otoñal.
Una mirada suya le dijo que no podía echarse atrás.
—¿Preferirías aparecer con esos pantalones grises llenos de agujeros en las rodillas?
—Son cómodos.
—Sarah, este vestido es perfecto. Sólo estás asustada porque no es una sudadera. Es sólo una noche. Mañana podrás volver a esconderte tras tu ordenador y escribir sobre sexo intenso que ya no practicas.
—¡Oye!
—¿Me equivoco?
Suspiró. —Quizás.
—Esa es mi chica. —Se puso las gafas de sol y caminó hacia el coche que las esperaba como si fuera suyo.
Entraron y Sarah frunció el ceño. —¿Todo esto es realmente necesario?
Sandra se encogió de hombros y cogió la copa de champán que las esperaba. —Culpa a tu antiguo director. Así es como tratan a su invitada especial.
—Son las tres de la tarde.
—El tiempo es relativo —respondió, agitando la copa.
El trayecto fue corto, treinta minutos, y al acercarse a la antigua mansión que era su instituto, los recuerdos la golpearon con fuerza.
El instituto no fue para Sarah una época de grupos de amigos. Lo que le faltó en amistades, lo encontró en los profesores. Ellos la vieron como sus compañeros nunca hicieron: animándola cuando levantaba la mano, sonriendo a sus escritos, empujándola a participar en concursos a los que habría sido demasiado tímida para presentarse por sí sola.
Esos momentos fueron importantes. La hicieron sentir que valía, que alguien la veía.
En algún punto entre escribir ensayos y libros, empezó a soñar, no con ser popular o llamar la atención, sino con escribir, algún día, sus propias palabras.
El edificio lucía casi igual: un porche de piedra, fachada de ladrillo y vigas oscuras de madera.
Pero el colegio había crecido: una gran piscina ocupaba ahora el lugar de un campo polvoriento, junto con nuevos dormitorios y relucientes pistas deportivas.
Salió del coche y se le cortó la respiración. Por un momento, volvió a tener diecisiete años, cargada de libros, soñando con una vida más allá de estos muros.
Sandra se unió a ella con sus maletas, pero antes de que pudiera hablar, una voz familiar resonó por el patio.
—¡La maravillosa y talentosa Sarah Levick!
Se giró y su corazón se alegró. El director Chad Stanfort. Ahora se veía mayor: su pelo, antes castaño, completamente gris, pero su cálida sonrisa y brillantes ojos azules eran tal como los recordaba.
—¡Director Stanfort! —exclamó, dejando que la abrazara como un padre.
Aún olía ligeramente a tabaco de pipa y menta, un aroma que la transportó directamente a las tardes en su despacho, hablando de concursos de poesía y premios de ensayo.
—Estoy muy orgulloso de ti, Sarah —dijo cálidamente—. Siempre supe que harías algo asombroso con esa mente brillante.
Ella sonrió, sintiendo cómo se sonrojaba, algo que no le pasaba a menudo. —Gracias. Es genial estar de vuelta.
—¿Y quién es esta encantadora joven? —Miró a su mejor amiga.
—Esta es mi agente, Sandra.
Sandra sonrió, luego se sonrojó cuando él tomó su mano y la besó galantemente. —Un placer conocerla —dijo, a la antigua usanza.
Sandra dejó escapar un pequeño suspiro, con sus mejillas rosadas. Sarah alzó una ceja, pero decidió burlarse de ella más tarde.
Dentro, los familiares pasillos despertaron algo profundo en ella: risas resonando débilmente en sus oídos, preocupaciones adolescentes volviendo a su piel.
A veces pensaba en aquella chica tímida y ratón de biblioteca que solía ser, la que mantenía la cabeza gacha, viviendo más en las historias que en el mundo real. Si pudiera verla ahora, caminando por estos pasillos como una autora publicada de éxito, no se lo creería.
No había llegado aquí por accidente. Hizo falta valor, y la persona adecuada ayudándola en el momento justo. Alguien la había hecho creer en sí misma cuando más lo necesitaba, y eso la llevó más lejos de lo que jamás soñó.
Le gustaba pensar, esperaba, que él estaría orgulloso.
Y entonces, un recuerdo destacó sobre el resto. Un rostro. Claro. Inolvidable. Uno que no había visto en años.
Se detuvo en seco.
—¿Sarah? —Sandra tocó su brazo.
Pero no pudo hablar.
Porque, en el fondo, lo sabía.
Iba a volver a verlo.
—Vamos, os enseñaré el lugar antes de que empiece la fiesta. Aún tenemos tiempo —dijo el director Stanfort, guiándolas hacia su despacho.
Llevaba sus maletas, señalando las novedades con orgullo. Claramente, este era tanto su hogar como su lugar de trabajo. Desde que su esposa, la otra directora del colegio, había fallecido hacía tres años, lo había estado haciendo todo solo.
Sarah entendía ese tipo de soledad mejor que la mayoría. Su madre había muerto el día que ella nació, y el corazón de su padre se detuvo cuando apenas tenía edad para cuidar de sí misma. Sandra era la única familia que tenía.
Dejaron las maletas y fueron al salón principal. Siempre había sido hermoso, pero tras las reformas, parecía casi mágico: techos altos, paredes de cristal y luz natural inundando el espacio.
Un escenario ocupaba un extremo, y pequeñas mesas redondas llenaban la sala, con bandejas de comida y bebida. Los camareros hacían los últimos arreglos mientras el personal familiar se movía por el espacio.
Cogió un pequeño aperitivo, y sus dedos tocaron inconscientemente su vestido, como si aún fuera la chica torpe de jerséis grandes y gafas gruesas.
—¿Cómo se siente volver a los años de gloria? —bromeó Sandra.
—¿Años de gloria? Para nada —se rio—. Era la empollona del colegio.
La miró de arriba abajo, incrédula. —A mí me pareces bastante exitosa. ¿Cómo es que esto no llamó la atención?
—Mi éxito era con los profesores, no con los alumnos —se encogió de hombros, mordiendo el aperitivo—. Y esto —hizo un gesto sobre su cuerpo— no existía hace diez años.
Sandra empezó a reír a carcajadas. Sarah meneó las caderas juguetonamente, haciéndola reír más.
La risa se cortó en el momento en que lo vio.
Entró con la misma confianza tranquila, atrayendo todas las miradas sin esfuerzo. El corazón de Sarah latió con fuerza en sus oídos mientras la emoción la recorría, dejándole las piernas paralizadas y robándole el aliento.
William Stanfort.
El tiempo sólo lo había mejorado. Su cuerpo alto, esos hombros anchos, los suaves rizos de su pelo castaño, todo estaba claro en su memoria. Sus ojos verdes y rasgados seguían siendo intensos, con su fuerte mandíbula dándole un aire de autoridad silenciosa.
Y esa sonrisa... La hacía sentir débil. Seguía siendo la más perfecta que había visto jamás.
Todos los sentimientos que había encerrado volvieron como una gran ola. Sus manos temblaron alrededor del aperitivo.
—Espera... ¿Es él? —La voz de Sandra la sobresaltó.
—No. ¿Quién? —dijo rápidamente, intentando disimular. Mal.
—Oh, Dios mío, Sarah. Es él, ¿verdad? Es exactamente como lo describiste. Tus lectoras lo adorarían.
—Para, Sandra —dijo en voz baja, asustada—. No lo estropees...
Pero entonces la miró.
Sus ojos se encontraron.
La sala desapareció.
Una sonrisa se formó en sus labios sin que pudiera evitarlo. Su sonrisa permaneció, cálida como la luz del sol atravesando nubes de tormenta.
Y entonces, empezó a caminar hacia ella.
Se movía con determinación, sin apartar la mirada, como si no hubiera nadie más allí. Su corazón parecía a punto de estallar.
Intentó mantener la calma, pero el suelo bajo sus pies parecía moverse con cada paso que daba.
—Sarah —dijo, con su voz más profunda y rica de lo que recordaba.
Su nombre sonó en sus labios como si siempre le hubiera pertenecido a él, no a ella.
Y así, sin más, cada sentimiento que no debía tener y que creía haber escondido en páginas secretas volvió a la superficie.












































