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En las sombras

Capítulo 4

Asumiendo que tenía que haberle escuchado mal, hice la pregunta que más odiaba Coda: —¿Qué?

—Me miró fijamente. —.¿Estás sorda? —he dicho que tienes que dar dos vueltas en lugar de una cada vez, y que todo lo demás también se duplica.

—Eso significa dos vueltas en el lago, seis series de cien saltos, cien flexiones y diez repeticiones de diez levantamientos.

—¿Y también me descuenta uno de mis descansos? —me quejé. ¡Esto era tan injusto! Era ridículo.

¡Esta cantidad de ejercicio no era razonable!

—¿Te estás rindiendo? —preguntó, con el rostro impasible, sin ninguna expresión. No tenía ni idea de lo que estaba pensando.

¿Era este su objetivo? ¿Hacerme desistir? ¡Pues no iba a funcionar!

—¡No, no me voy a rendir! ¿Cómo se supone que voy a hacer esto? —exigí, cerrando las manos en puños.

—Deja de quejarte, cachorro —Coda siseó. —Odio a los llorones, y aún más que a los llorones, odio la autocompasión. Mete tu culo en el agua y dame dos vueltas o te haré hacer el triple.

—¡Esto es una locura! —argumenté. —¡Ninguno de los otros tuvo que hacer nada parecido a esto! Estás siendo...

—¿Injusto?

—Terminó mi declaración, con el asco evidente en su tono. Me agarró de la parte delantera de la camisa y me acercó. —Pero tú no eres como los demás, ¿verdad, cachorrita?. —Le devolví la mirada desafiante.

—Si no te gusta, entonces renuncia. Tengo mejores cosas que hacer que cuidar a una mocosa malcriada.

—Me zafé de su agarre y me dirigí a la orilla para empezar a dar vueltas, refunfuñando todo el tiempo.

Era una tortura, una auténtica locura pedírsela a un niño de doce años. Mi padre podía ser uno de los alfas más fuertes que habían pisado la Tierra, pero yo no había heredado nada de su grandeza.

Mis músculos me dolían y gritaban por el excesivo trabajo al que los estaba sometiendo. Coda seguía gritándome que corrigiera mi forma y corriera más rápido.

No sabía cómo era capaz de leer su libro y gritarme al mismo tiempo, pero deseaba que estuviera más pendiente de su lectura y menos de mí.

Terminé mi entrenamiento sin decir una palabra a Coda y me dirigí por el sendero de vuelta a mi casa.

—¡Trae una nueva actitud mañana! —Coda ladró tras de mí, al ver que me iba.

—¡Bien! —le contesté enfadada, gritando en mi boca al arrogante y mandón beta.

Los días siguientes fueron iguales, y por mucho que mejorara nunca oí una palabra de aprobación o de elogio de labios de Coda.

Ya no esperaba nada de él, pero seguía deseando que dijera algo sobre cómo estaba mejorando.

Estaba en medio de mi salto de cuerda cuando Coda dijo: —Tengo sed, mocosa. Ve a traerme algo de beber.

—Me resistí, dejando que la cuerda de saltar cayera detrás de mí. Quería decirle que podía conseguir su propia y maldita bebida, pero temía cuál sería su castigo.

Tiré la cuerda de saltar a un lado, y con un suspiro me dirigí al sendero.

—Esto cuenta como uno de tus descansos, por cierto. Así que hazlo rápido —me gritó.

Me dieron ganas de coger una piña y arrojarla a su cara de satisfacción, pero eso no ayudaría a mi causa, así que corrí a mi casa y cogí una botella de agua antes de volver corriendo al lago.

Se la lancé con la esperanza de darle en la cabeza, pero la cogió con una mano, sin levantar la vista del libro que estaba leyendo.

—Doce minutos y treinta y ocho segundos. Podrías aprovechar el resto de tus cinco minutos de descanso.

—Resoplé y me senté en el tronco, contemplando la serena vista que se había convertido en mi infierno.

—¿Qué es esto? ¿Agua? —Coda cortó. —No quiero agua. Ve a traerme un refresco

—refunfuñé y me puse de pie, ni siquiera sorprendido. —¿Esto también cuenta como uno de mis descansos? —le contesté con sorna.

—Sí, y con esa actitud te has ganado otra vuelta al lago. Chop-chop.

—El día siguiente fue igual; en medio de mi entrenamiento me paró y me dijo que fuera a buscarle algo de beber.

Esta vez le pregunté qué quería, y me dijo que una limonada; pero cuando se la traje había cambiado de opinión y quería un batido en su lugar.

Un batido que tenía que preparar y batir para él utilizando cualquier fruta congelada que hubiera en el congelador. Aprendí a dejar de protestar, ya que lo único que hacía era ganarme más trabajo.

Cuando llegué a casa, empaqué una nevera llena de hielo y muchas bebidas diferentes y la escondí en el bosque, no muy lejos del lago. Cuando Coda me exigió que le trajera una bebida, yo estaba preparado.

Le traje lo que quería en menos de dos minutos, para su sorpresa.

Inmediatamente pidió algo diferente, y de nuevo lo saqué de la nevera en menos de dos minutos.

Luego me dijo que tenía hambre y que quería un sándwich.

No podía ganar con él. Cada día quería algo diferente, y cada día yo añadía algo a mi creciente colección en el bosque.

Al final de la semana, tenía una mesita para colocar sus bebidas, dos almohadas -una redonda y otra cuadrada-, una sombrilla sobre la cabeza y una variedad de sándwiches y bebidas en mi nevera.

Cometí el error de preguntarle si quería que le construyera un palacio mientras estaba en ello, ganándome cien flexiones extra.

Los días se alargaban cada vez más, ya que Coda siempre era capaz de pensar en alguna tarea extra para que yo hiciera.

Siempre hizo todo más difícil.

Correr alrededor del lago hasta que me dijera que parara. Aumentar el peso de mis mancuernas en tres kilos.

Intentando hacerme hacer cinco flexiones con una mano y no dejándome parar hasta que pudiera hacer cinco seguidas.

No me atreví a preguntarle cuándo me enseñaría a luchar. Me preguntaba si alguna vez lo haría. Al cabo de dos meses, era tan musculosa como los otros lobos aprendices, para su consternación.

No era necesariamente tan fuerte ni tan rápida como ellos, pero estaba más cerca de lo que ellos esperaban.

Cuando llegó mi decimotercer cumpleaños, tenía muchas esperanzas de que hoy fuera el día en que se presentara mi lobo.

Tenía que... no podía ser sólo un humano, tenía que haber algo.

Cuando Coda vino a buscarme al amanecer como solía hacer, yo estaba preparada. Le vi acercarse a la puerta principal y la abrí antes de que pudiera entrar.

—Grúñeme —le ordené.

Parpadeó, lo cual fue la mayor sorpresa que mostraría. Metió las manos en los bolsillos. —¿Con qué propósito? ¿Para qué? No tienes un lobo, Cleo.

—Eso no lo sabes —respondí. —Ahora grúñeme.

—Puso los ojos en blanco. —Incluso si tuvieras un lobo, mis gruñidos no lo despertarían. Realmente no te estaría amenazando porque no eres una amenaza para mí.

—Esperaba que lo dijera, así que había venido preparado.

Abrí la puerta de par en par, eché el brazo hacia atrás y le lancé la piedra lisa que mi padre usaba como pisapape.

Como no se lo esperaba y estábamos tan cerca, la piedra le dio de lleno en el pecho.

—¡Gruñeme!

—Un gruñido bajo escapó de su garganta. —Pequeña mocosa, ¿por qué fue eso?

—Volví a coger la piedra y se la lancé al pie.

No se lo esperaba la primera vez, y definitivamente no esperaba que lo hiciera por segunda vez, así que la roca pudo hacer un duro contacto con su pie descalzo.

Me siseó, sus ojos se volvieron negros. —Te lo estás buscando, cachorro.

—¡Gruñeme! —repetí mi orden.

Dio un paso adelante, pero antes de que pudiera cruzar el umbral le cerré la puerta en las narices. Con un rugido arrancó la puerta de sus goznes y se agarró a mí.

Agarrando mi collar, me llevó hacia él y me gruñó amenazadoramente. Esperé, esperé a que mi lobo hiciera acto de presencia ante la amenaza, pero no pasó nada.

—¡Maldita sea! ¡Maldito sea todo! —grité, haciendo que Coda me soltara.

—No digas palabrotas, mocosa —me dijo.

Me crucé de brazos y me di la vuelta, haciendo un mohín. —Tú dices palabrotas todo el tiempo, y yo siempre estoy cerca de ti, así que es normal que se me peguen —refunfuñé.

—No te enfades porque las cosas no salieron como querías. Te dije que no lo harían —dijo Coda en respuesta, ignorando mi golpe.

—Sí, sí. Me lo dijiste —murmuré y me dirigí a la cocina. —¿Tienes hambre? —le pregunté.

—Tenemos gofres congelados.

—Coda obviamente sintió mi depresión porque me siguió la corriente. —Claro, chica.

—Suspirando, abrí el congelador, saqué tres gofres congelados y los metí en la tostadora, haciendo dos para él y uno para mí.

—No eres tan malo como pensé que serías —le dije, expresando el pensamiento que había estado volando en mi cabeza durante las últimas tres semanas.

Levantó una ceja. —¿Es así?

—Asentí con la cabeza. —Sólo eres quisquilloso, es todo.

—¿Insolente? —expresó con brusquedad.

Me encogí de hombros.

—Sí, te molestas cuando las cosas no se hacen como te gustan. Y también eres exigente con la gente. Si alguien muestra un rasgo que no te gusta, lo regañas.

—No te gustan los perezosos, los insubordinados, los desafiantes, los quejumbrosos, los autocomplacientes, ni siquiera los complacientes. Y tengo la sensación de que eres un poco más malo cuando realmente enseñas a tus aprendices a luchar.

—Me miró con desprecio.

—Vale, mucho más malo. —Concedí. —.Pero ahora mismo, no eres tan malo. —Los gofres salieron de la tostadora y los puse en dos platos, deslizando la mantequilla y el sirope hacia Coda.

—¿Has encontrado a tu pareja? —le pregunté al azar. No tengo ni idea de dónde surgió, pero era una pregunta a la que realmente quería una respuesta.

Coda dejó de ahogar sus pobres gofres con jarabe y me miró.

—¿No te dijo tu padre que es de mala educación ser entrometida?

—Eché un trozo de mantequilla del cuchillo sobre mi gofre. —Mi padre no tiene mucho tiempo para hablar conmigo estos días, así que no.

—Suspiró y dejó el recipiente de jarabe. Recogió los utensilios que había colocado ante él. —Sí, la conocí. Aunque ya estaba apareada.

—Asentí con la cabeza, era poco común que un macho encontrara a su compañera ya apareada; normalmente, una vez que eso ocurría, quedaban fuera del mercado, pero se daban algunos casos.

Sin embargo, no era raro que dos o tres machos encontraran la misma pareja; normalmente se peleaban y el que ganaba se apareaba con la hembra. Suena duro, pero así es nuestra naturaleza de lobos.

—De todos modos, no la habría querido —continuó Coda. —Era demasiado delicada, no habría podido con un alfa.

—¿Quieres encontrar alguna vez otra pareja? —pregunté antes de tragar un bocado de gofre.

Cortó los gofres, y su cuchillo goteó de jarabe cuando lo dejó.

—No creo que me importe de ninguna manera. Tener cachorros no es algo que haya querido nunca. Tengo años para decidir, así que no tengo ninguna prisa.

—Aunque parecía tener más de veinte años, Coda tenía casi ochenta. Los hombres lobo tienen una vida muy larga: suelen vivir casi trescientos años si no mueren durante la batalla.

—¿Y si la hembra quisiera aparearse contigo, pero tú no la querrías? —pregunté.

Coda se detuvo, con el tenedor casi en la boca. Se volvió hacia mí, mirándome fijamente: —¿Lo preguntas por curiosidad o por tus propios propósitos?.

—Aparté la mirada antes de que pudiera ver lo que pasaba por mi cabeza. Lástima que lo supiera de todos modos.

Dejó el tenedor en el suelo. —Cleo. —Su voz era severa; no estaba enfadado, sino más bien decepcionado. —Cleo —volvió a decir, y yo lo miré.

—¿Crees que tu pareja te rechazará? ¿Te preocupa que eso vaya a ocurrir?

—Dejé que mis ojos volvieran a la mesa. Mis hombros subieron y bajaron en un pequeño encogimiento de hombros. —No lo sé —susurré.

—Sé que probablemente encontraría otra si ocurriera, pero, de todos modos, ¿de qué sirve una pareja humana?

—Mira, Cleo, sabes que tu padre destrozaría a cualquiera que se atreviera a hacerte daño. No te preocupes por eso, ¿vale? Alguien que no te quiere no vale la pena de todos modos.

—Ayúdame —le supliqué. —Ayúdame a ser alguien que sea querido. Sé que estás aplazando mi formación real por culpa de mi padre.

—Llevo casi tres meses de acondicionamiento. Sé que siempre tendré que condicionar, pero quiero aprender de verdad, Coda.

—Sé el lobo que eres. Sé el lobo que mi padre eligió para ti. No hay que esperar más.

—Hazme daño.

—Sacudió la cabeza. —No sabes lo que estás pidiendo, Cleo. No sería nada parecido a esto. Apenas has arañado la superficie del dolor difícil.

—Si empezamos, no dejaré que te detengas hasta que estés roto, como los otros aprendices que tuve.

—Sé lo que estoy pidiendo, Coda. Esta es la única manera.

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