
Instinto antinatural 1: Transformación
Nunca has encajado… y ahora sabes por qué.
Arrebatada de tu cama y arrojada a un oscuro y antiguo castillo, te encuentras frente a la criatura aterradora que afirma que eres suya. Mientras exige tu lealtad, algo dentro de ti comienza a cambiar. Algo monstruoso. A medida que tu cuerpo se transforma y tu antigua esencia se desvanece, te ves obligada a enfrentar la cruda verdad: el único que comprende lo que te sucede es precisamente la bestia que te secuestró.
Atrapada entre el miedo y la fascinación, te adentras cada vez más en un mundo donde ya no eres solo humana… y él ya no es solo tu enemigo. ¿Qué ocurre cuando el único camino para salvarte podría ser rendirte?
Silueta en la oscuridad
TÚ
Te arreglas el cabello y tratas de enderezar tu postura. Has elegido una de tus mejores camisetas. Resalta demasiado tus músculos, pero tus pechos lucen bien.
Coges tu bolso y caminas hacia David, que está sonriendo y charlando con su amigo. Su risa suena agradable incluso desde lejos.
Por lo menos está contento. Eso es bueno.
Sus ojos azules se posan en ti mientras te acercas.
David te gusta desde hace tiempo. Es dulce, amable, guapo y atento. Siempre de lejos, nunca de cerca. Nunca tuviste el valor de invitarlo a salir. No es como la mayoría. De hecho, es amable contigo.
Es hora de intentarlo. La vida es riesgo.
Su amigo te mira y frunce el ceño. Te observa con desagrado, igual que muchas personas antes.
Lo ignoras.
—H-hola, David. ¿Puedo hablar contigo un momento?
Parece sorprendido. Mira a su amigo y se encoge de hombros.
—Vale.
Lo llevas un poco más lejos, donde otros estudiantes no puedan oírlos. Están parados cerca de un árbol con flores amarillas y mariposas coloridas revoloteando. Todo es muy bonito.
David también.
—¿Qué pasa? —dice, mirando por encima del hombro a unas chicas que se ríen.
Tu corazón late deprisa, tus rodillas tiemblan. Apenas puedes oír el sonido de tu propia voz. Es como si te estuvieras viendo desde arriba, parada torpemente con un chico mucho más atractivo que tú.
—Me preguntaba... Tengo un rato libre después de mi próxima clase. ¿Te apetece tomar un café o algo?
Es difícil mirarlo a los ojos, pero puedes ver la respuesta en su cara. Es rápido, pero lo captas.
Parece asqueado.
Piensas que ya deberías estar acostumbrada, y quizá lo estás, pero esperabas que esta vez fuera diferente. Que él fuera diferente. Ilusa.
No estás del todo equivocada, sin embargo. Él es amable. La mayoría de la gente ni siquiera se molesta en ocultar cuánto les desagradas.
Antes de que responda, ya te estás alejando. Te apresuras. Luego, echas a correr. Doblas la esquina del edificio más cercano y ves unos contenedores. Te escondes detrás, dejas caer tu bolso con estrépito. Está abierto y tus cuadernos se desparraman. Te sientas en el suelo abrazando tus rodillas, y hundes la cara entre ellas con un quejido.
Te sientes demasiado mal para llorar. Sabes que las lágrimas vendrán después. Ahora mismo, solo puedes agarrarte el pecho, esperando que tu corazón se calme mientras late con fuerza.
Los contenedores. Ahí es exactamente donde perteneces: a la basura.
¿Por qué hiciste eso? ¡Qué tontería! ¿Eres una cría? ¡Eres la mayor idiota del mundo! Claro que él no te desea. Nadie lo hace. Siempre ha sido así desde que tienes memoria. Nadie quería jugar contigo en el parvulario. Nadie quería ser tu pareja en el instituto. Ningún chico te miró dos veces. ¿Por qué iba a ser diferente con David?
—Tonta, tonta, tonta —te golpeas la sien con el puño.
Te muerdes la rodilla, cierras los ojos y esperas a que pase lo peor de la vergüenza.
Un grupo de chicos pasa caminando, riéndose. Piensas que se están riendo de ti. Parece que el mundo entero se estuviera riendo de ti.
Mirándote con desprecio.
Suspiras. Tienes que levantarte. Tienes que ir a casa. Pero es tan difícil hacer algo más que sentirte triste en este momento.
Un gruñido bajo te hace levantar la mirada.
Alzas la cabeza. Es un perro. Un chucho callejero. Husmeando la basura. Gruñe otra vez, con el pelo erizado, enseña los dientes. No le caes bien. No solo los chicos y las chicas te rechazan. Los perros tampoco te quieren.
No le gustas a nadie.
Despacio, te pones de pie.
—Vale, vale. Tranquilo, perrito.
Intentas recoger tus cuadernos, pero el perro gruñe y ladra y tú retrocedes de un salto. Logras agarrar tu bolso antes de salir pitando. Cuando intentas cerrar tu bolso pero la cremallera se atasca, se te hace un nudo en la garganta. La gente te mira correr mientras luchas por cerrarlo.
Te rindes y aprietas el bolso contra tu pecho, miras al suelo, dejas que el pelo te tape la cara. En cuanto sales del campus, echas a correr, dejando un rastro de lágrimas.
Es un viaje bochornoso a casa. Y eso es todo lo que es el día: una cosa vergonzosa tras otra. Eres como una cebolla, piensas. Cuantas más capas quitas, más apestas.
Y este día y tu vida apestan a más no poder.
Cuando bajas del autobús sientes que la gente te mira, que te juzga.
Unos minutos después, estás de vuelta en casa, en la tranquila penumbra de tu pequeña vivienda.
Entras en la cocina, dejas caer el bolso al suelo y vas directo a la nevera. La abres, sacas tu botella de vino y vas al salón. Te dejas caer en el sofá, descorchas la botella y le das un buen trago.
Dios, cómo te odias.
Te odias tanto que piensas en los cuchillos del cajón de la cocina, no por primera vez. Hay un cuchillo grande y afilado allí, que podría hacer un trabajo rápido. Nadie lo notaría.
A nadie le importaría.
Si tan solo fueras lo bastante valiente para hacerlo de verdad, pero incluso en esto eres un fracaso.
Más lágrimas ruedan por tu cara, tú te inclinas y apoyas la cabeza en las rodillas. No sabes qué es peor: si estar sola o estar avergonzada.
¿Cómo vas a dar la cara ahora? ¿Cómo puedes volver al campus mañana, si ni siquiera pudiste volver hoy? Sabiendo que él está allí. Sabiendo que él lo sabe. Tendrás que tomarte la semana libre. El mes libre.
O quizá no vuelvas nunca.
Tal vez deberías simplemente morirte.
—Ay, Dios.
Levantas la cara y te tiras de tu pelo feo. Es áspero y duro. No es suave y brillante como el de otras chicas. Ni siquiera puedes llamarlo rizado. Son rizos muy apretados. Tus dedos tocan tu mandíbula ancha, tu barbilla puntiaguda. Luego está tu narizota. ¿Cómo tantos rasgos feos acabaron en una sola cara?
Luego, está tu cuerpo: musculoso, ancho, fuerte. Casi sin pecho. Si no fuera por la regla, ni siquiera podrías llamarte mujer.
Te frotas la cabeza porque te duele. Te duele la nuca. Te duele detrás de los ojos. Cuanto más lloras, más te duele, peor se pone.
Tienes que tener cuidado cuando te alteras. Las cosas se descontrolan en tu cerebro. No solo hay problemas por fuera, también por dentro. Crees que por eso no les gustas a los perros. Tal vez pueden sentir algo. Quizás fue lo mismo con tus padres. Ellos también te abandonaron. A su propia bebé.
Ni siquiera eras mona de bebé.
Te bebes el resto del vino y dejas que la botella se caiga de tu mano. Hace un ruido fuerte cuando golpea el suelo. Eso te provoca más dolor de cabeza. Haces una mueca. Gimes. Tu visión se vuelve borrosa. Cierras los ojos, porque la luz del sol que entra por la ventana es demasiado brillante. Está bastante nublado, pero la luz parece muy intensa. Inusualmente brillante.
Antinaturalmente brillante. Joder.
Te levantas de golpe, casi tropiezas con la botella de vino. Hace un ruido fuerte al rodar. ¡Tus pastillas! ¡Necesitas tus pastillas!
Es difícil ver, porque la luz del sol es cegadora. Es como si alguien te estuviera acuchillando los ojos. Aferrándote a los muebles, te abres paso hacia la cocina. Abres un cajón, pero es el equivocado. No puedes recordar. ¿Por qué no puedes recordar dónde están tus pastillas?
Te quedas paralizada. Te quedas con la vista fija en la nada. Luego, el olor. Un olor enfermizo a cáscara de naranja. Tus ojos parecen hacerse más y más grandes. Tu cuerpo se enfría. Una luz blanca brillante te golpea hacia atrás.
Luego, todo se vuelve oscuro.
Despiertas con un gemido, ruedas sobre tu espalda, miras al techo, confundida. Estás tan débil que sientes como si te estuvieras hundiendo en el suelo. ¿Dónde estás? ¿Qué pasó? Como casi siempre después de tener una crisis, te lleva unos veinte minutos darte cuenta de que has tenido otra convulsión.
Te tocas la nuca y encuentras sangre en los dedos.
Ruedas sobre tu costado, tomas varias bocanadas de aire y consigues ponerte en pie. Te aferras a la encimera de la cocina porque tus piernas tiemblan. De inmediato, abres el armario y sacas tu medicina. Te tragas dos pastillas con un vaso de agua que se tambalea en tu mano.
Arrugas la nariz y te miras. Ves que has vomitado sobre tu camisa. Qué asco. Eres asquerosa. Te quitas la camisa y la tiras al fregadero. Luego, te tambaleas hacia las escaleras.
De repente, notas que es tarde. La luz del mediodía ahora se está convirtiendo en luz del atardecer.
Estuviste en el suelo mucho tiempo. Fue una crisis grave o te golpeaste la cabeza muy fuerte. Sea como sea, deberías ir al hospital, pero odias ese sitio casi tanto como te odias a ti misma.
En su lugar, te arrastras escaleras arriba y entras en tu habitación. Tu cama se ve muy tentadora. Te dejas caer en ella, con los ojos ya cerrándose.
Es tarde en la noche cuando despiertas de nuevo. La luz de la luna brilla a través de tu ventana. Tus cortinas finas se mueven con suavidad por la brisa fresca. Los grillos cantan. Un pájaro nocturno ulula desde el árbol del jardín de tu vecino.
Parpadeas y giras los ojos. Tu cabeza se siente mucho mejor, pero tienes la garganta seca como un esparto. Te das vuelta para coger tu botella de agua.
Te quedas helada.
Hay algo junto a tu puerta. Una sombra. Una cosa. Algo que te pone los pelos de punta. No, no una cosa: es una persona. Alta. Ancha. Oscura. Parece llevar una capa con capucha. Está inclinada.
Se te eriza la piel. Cierras los ojos y los abres de nuevo, pensando que es solo un juego de sombras. Deseando que sea solo un juego de sombras. O tal vez es algo que estás viendo por culpa de tu crisis.
Entonces, se mueve.













































