
Son más de las doce. Tengo la cabeza un poco mareada y congestionada porque en la oficina hace un calor sofocante que me provoca náuseas.
He llamado a mantenimiento dos veces para averiguar por qué aún no han arreglado el aire acondicionado; expulsa calor tropical en lugar de aire frío, y nos está achicharrando a todos.
Me arde la cara y el pulso me late tan rápido y fuerte como si hubiera estado boxeando. La ropa se me pega con la humedad y estoy irritada por no poder respirar ni encontrar alivio. Es opresivo.
Margo se ha ido a almorzar y yo debo ir después de que regrese. Ella estaba tan mal con el calor como yo, pero le dije que estaba bien con quedarme, con ganas de demostrar mis habilidades.
Esto es una gran señal de confianza, y creo que está poniendo a prueba mis capacidades, dejándome a cargo del fuerte y dejándome hacerle frente sola al horario frenético.
Han pasado tres días desde que Jake regresó y siento que Margo confía un poco más en mí, que estoy a la altura de sus expectativas y que me lo tomo todo con calma.
La centralita se enciende y la voz del señor Carrero me aprieta por dentro.
No soporto este calor en las mejillas, y la blusa se me pega en sitios donde nunca antes lo había hecho, pegándose como una segunda piel.
Estoy obsesivamente pendiente del reloj para que vuelva a relevarme una hora de esta maldita e infernal sauna antes de que me desmaye.
—Emma, ¿puedes venir aquí, por favor? —me dice, profundo, bajo y sexy. Al oír su voz, siento un cosquilleo en el estómago que ya me resulta familiar y que aún no puedo controlar.
Titubeo, pero respondo: —Sí, señor Carrero —esto no es lo que necesito cuando me estoy derritiendo en un charco en mi silla y ya estoy fuera de mí.
Me pongo en pie, intento despegar la blusa de entre mis omóplatos y alisarla sin éxito.
Cojo mi cuaderno y mi bolígrafo y me deslizo por la puerta abierta del despacho de Margo hasta entrar en el suyo, empujo la pesada madera oscura y me deslizo dentro. Quiero que esto acabe pronto.
—¿Sí, señor Carrero?
Hoy tiene un aspecto despreocupadamente seductor, sentado detrás de su escritorio entre un portátil abierto y montones de carpetas.
Su camisa azul pálido lleva los dos botones superiores del cuello desabrochados, el pelo oscuro despeinado, como si se hubiera pasado las manos por él, y las mangas remangadas, dejando al descubierto uno de los tatuajes de la parte interior de su brazo izquierdo, recuerdo de su adolescencia rebelde.
Sé que tiene unos cuantos por todo el cuerpo, tatuajes y símbolos tribales totalmente negros, por las imágenes que he visto en Internet. El efecto es devastador, incluso en mí, y trato de no reaccionar, molesta de que todavía me haga esto.
—¿Ha avanzado el mantenimiento del aire acondicionado? Aquí hace demasiado calor —se echa hacia atrás, poniendo las manos detrás de la cabeza de una manera muy masculina.
Se estira y exhibe ese hermoso físico, sus bíceps aumentan de tamaño mientras tensan la tela de su camisa. Es difícil que no se me acelere ligeramente el pulso.
—He llamado dos veces, señor. Parece que están en ello —mantengo los ojos desviados, mi tono nivelado, sonando lo más normal posible.
—Emma, parece que estás a punto de desmayarte. Creo que necesitas ir a otra planta y refrescarte —sus ojos me recorren.
Ya soy consciente de que debo tener un aspecto desaliñado. Lo siento.
Pero desmayarme tendría más que ver con la forma en que está sentado ahora y con que mi cuerpo es demasiado consciente de lo mucho más sexy que está con solo una camiseta. De alguna manera elimina la formalidad.
—No puedo irme hasta que Margo.. la señora Drake regrese, señor —parpadeo y resisto el impulso de dejar que mis ojos se paseen por su figura.
—¿Cuándo volverá? —me mira con el ceño fruncido, ajeno al alboroto de hormonas que recorre mi cuerpo. O simplemente no le molestan.
—Pronto, tal vez quince minutos más o menos. Está almorzando temprano y yo lo haré a su regreso —sueno educada y objetiva, tratando de no retorcerme en mis zapatos húmedos y esperando no parecer tan horrible como me siento.
—En cuanto vuelva, quiero que vayas a refrescarte; parece que te estás derritiendo aquí arriba. Mientras tanto, tengo que dictarte una carta. Tal vez te sientas más fresca aquí, ya que tengo las rejillas de ventilación abiertas.
Se señala la pared de ventanas, y noto que las persianas se mueven un poco, entra una pequeña cantidad de aire. Tiene razón, aquí está más fresco... un poco. Bueno, lo estaría si él no estuviera sentado con ese aspecto.
—Cuando quiera —le digo, levantando el cuaderno para adelantar acontecimientos y acabar con mis pensamientos. Gira la silla, de modo que queda frente al sofá, a mi izquierda, y lo mira, sumido en sus pensamientos.
—Es para el director general de Bridgestone... un hombre llamado Eric Compton. Encontrarás sus datos en el sistema —él está en modo de negocios, tono serio y centrado ya.
—Sí, señor —lo garabateo en taquigrafía.
—¿Emma? —su tono interrogativo vuelve a centrar mi atención en él.
—¿Sí? —levanto la vista ante el tono de su voz, segura de haber hecho algo que no le gusta, momentáneamente acobardada.
—Puedes sentarte, ¿sabes? —me sonríe, divertido, y señala con la cabeza la silla que hay junto a su escritorio, casi en su línea de visión. Por eso había girado su silla.
Me ruborizo y me giro bruscamente para sentarme frente a él. Desde que trabajo para él, odio que haya vuelto mi incapacidad para controlar el rubor, pero él tiene el don de hacerme sentir infantil.
—¡No muerdo... mucho! —sonríe con su mirada de «sé que soy irresistible» .Miro hacia él, alarmada, y veo su sentido del humor apenas disimulado.
Esbozo una breve y avergonzada sonrisa para disimular mi reacción, mi corazón se acelera y reprendo interiormente mi estupidez.
—Sé que no —sonrío con frialdad, exteriormente imperturbable a pesar de que el corazón me late irregularmente y se me pone la piel de gallina. Estoy enfadada conmigo misma.
—No tienes que ser tan... rígida conmigo, Emma —se relaja en su silla, dejando caer las manos sobre los brazos despreocupadamente.
—¿Rígida? —lo miro fijamente a los ojos, evitando seguir el movimiento de sus manos. Una leve irritación revolotea en mi interior que consigue amortiguar cualquier otra cosa; no se me dan bien las críticas masculinas.
—Puedes descongelarte un poco. Sé que eres eficiente. No te despedirán por relajarte —parece divertido, pero el enfado se agita en mi interior.
He venido a hacer un trabajo y me enorgullezco de mi profesionalidad; es el único aspecto en el que sé que me destaco.
—Esta soy yo relajada —respondo con firmeza, entrenando mi expresión para no traicionar mi estado de ánimo.
Hago un mohín para mis adentros, evitando mirarlo directamente. Enarca una ceja y esboza una sonrisa desprevenida, segura de sí mismo, pero esta vez me irrita.
—Si tú lo dices —responde, con esa irritante cara de suficiencia que tiene y que es la otra cara de Carrero. Es esa cara que hace que a las mujeres se les caigan las bragas en un abrir y cerrar de ojos, pero también tiene esa molesta prepotencia y arrogancia masculina de sabelotodo, como si siempre estuviera a punto de hacer un buen chiste. Debe de ser una de sus cualidades más exasperantes.
—Entonces, ¿al director general de Bridgestone...? —digo con tono tenso, enarcando las cejas y dando golpecitos con el bolígrafo en el cuaderno, indicando que sigamos adelante.
Desapruebo su exceso de familiaridad. Por mucho que lo haya visto así con Margo, me empeño en que esta relación laboral se quede en el plano profesional. Tengo demasiado que perder. He trabajado demasiado duro para llegar aquí.
Me mira con el ceño fruncido, sosteniéndome la mirada un momento, imperturbable, pero yo lo ignoro, luego miro mi papel expectante, aliviada cuando se sienta y me dicta lo que quiere que anote.