
―Recibí tu mensaje ―le dije. Mi padre me había pedido que me reuniera con él enseguida.
―Sí ―dijo―. Esa mujer, casi la atropellamos. Se metió en la carretera y perdió el conocimiento. Tuvimos suerte de no atropellarla. Tenía que asegurarme de que estuviera bien.
―¿Quién es? ―Intenté recordar cómo era la mujer de la cama. Era guapa, pero no la conocía. No era propio de mi padre desvivirse por una desconocida así.
―No importa quién es ella ―dijo―. Importa quién soy yo. Soy el hombre que asume la responsabilidad de lo que le ocurre a la gente que me rodea.
Sus palabras me hicieron retroceder. Mi sensación de urgencia se desinfló. Había estado intentando encontrarle porque necesitaba saber qué quería de mí. Solo había dejado un mensaje diciendo que había algo de lo que necesitaba que me ocupara. Ahora, estaba enviando un mensaje con el móvil, mientras me daba su típica charla sobre la responsabilidad, y eso me ponía de los nervios.
Yo hacía constantemente el esfuerzo de cuidar de las personas que me rodeaban. No necesitaba que él me lo dijera.
El mundo exterior lo conocía como Armando González, el presidente multimillonario y único propietario de Industrias González. Un hombre que era la personificación del poder y el carisma. Y como tal, mantenía esa imagen de puertas para afuera cuando hacía sus raras apariciones públicas.
Pero yo sabía quién era en realidad.
Sabía que estaba roto.
Yo estaba destrozado por lo mismo. Mi madre, su mujer, nos había abandonado a los dos cuando yo era joven. Me dolió ver a mi padre y referente seguir con cara de guardia y con el corazón roto. El dolor y la rabia que sentí fue lo que me empujó a ser el hombre que soy ahora.
Y por mucho que adorara a mi padre, había jurado evitar su destino. Nunca me iba a enamorar de una mujer como él lo había hecho. Claro, me gustaba jugar con las mujeres. Pero cada vez que conocía a una que me gustaba, me imaginaba las caras de nuestros hijos. Eso me mantenía alerta sobre lo que estábamos haciendo. No quería herir también a esos niños, así que mantenía a esas mujeres a distancia. Protegía mi corazón, para poder cuidar de mi padre y sus negocios.
Estábamos en el pasillo del hospital. No era un buen lugar para una reunión de negocios. El techo era demasiado bajo y la luz fluorescente del techo zumbaba.
―¿Me llamaste por negocios, Padre?
―¿Se han hecho los preparativos para la reunión de mañana?
―Sí ―respondí.
No dijo nada después de eso. Claramente había algo más.
―¿Eso es todo, Padre? ―Me obligué a ser paciente con él. Quería a mi padre, aunque era extremadamente bueno sacándome de mis casillas.
―No. ―Sus ojos verdes exuberantes reflejaban un destello de poder. Había algo más, tal vez una pizca de diversión.
―Hay un acto benéfico en el ayuntamiento la semana que viene. Mi buen amigo Don Horacio estará allí. Es uno de los principales donantes. Está deseando conocerte.
―Tengo que admitir que ha pasado tiempo ―dije. Mi padre conocía a mucha gente.
―Sí ―dijo―. La última vez que te vio no eras más que un niño. Espera tener una breve charla contigo.
―¿Sobre negocios?
―Lo más probable. Ya sabes que espero que me representes cada vez más a medida que pase el tiempo.
―Lo sé, Padre. Lo que necesites.
Me di la vuelta para marcharme. Las cosas entre nosotros parecían inacabadas, pero quizá quería volver a ser un héroe para la mujer de la habitación.
―Una cosa más ―dijo mi padre.
Hice una pausa.
―¿Sí, Padre?
―Tendrás que traer a tu pareja al acto ―dijo.
―¿Quieres decir como una cita? ―Me horrorizó a la vez que me sorprendió que él me hiciera esta demanda. Odiaba a mis novias―. Pero pensé que era solo un evento de caridad. No una especie de cena.
―Quizás tengas razón. ―Mi padre caminó hacia mí―. Pero quiero que le des a él y a todos la imagen que debes dar. Tú me representas, y no puedes ser un joven soltero para siempre.
Su mirada tenía un significado profundo.
―Padre, sabes que yo no... ―protesté. No quería decirlo en voz alta, y él no necesitaba oírlo. Él sabía que no tenía a nadie con quien hablar en serio.
―Alejandro ―Me detuvo―. No rejuvenezco y mi estado emocional decae cada día que pasa. Con lo que pasó hace años, no lo he superado ―Suspiró.
―No la he superado ―Me miró directamente a los ojos.
Sentí una punzada de rabia ante aquella afirmación. Nunca lo había admitido sin rodeos. Sabía que se refería a mi madre. Y me sentí un poco ofendido porque hacía que su dolor fuera más importante que el mío. Había sido su mujer, pero era mi madre. Cuando nos dejó, perdí a mi madre.
Pero tenía que respetar a mi padre, así que asentí y mantuve la boca cerrada.
―Tu jugueteo con las mujeres no ayuda en nada. Pronto cumplirás treinta años. Este juego que haces tiene que parar. Puedes hacerlo mejor que yo. Debes encontrar una mujer con la que puedas aparecer en público. Alguien decente. Esto no es para siempre. Es práctica. Tienes una semana para encontrar una chica decente.
Me dio una palmada en el hombro y volvió a entrar en la habitación del hospital.
Apreté los puños. ¿Una cita? ¿Por qué demonios iba a traer una cita? Sabía muy bien que no me gustan las relaciones. Era una pérdida de tiempo. Las mujeres solo entendían un idioma. El dinero. Y eso era lo único que las atraía hacia mí como las abejas a la miel. Para mí, las mujeres solo eran juguetes. Solo servían para satisfacerme.
En ese momento sonó mi teléfono. Lo saqué y vi el nombre que aparecía en el identificador. Natalie.
―Hablando de juguetes ―murmuré. Me sentía un poco desesperado por encontrar a alguien que mi padre aceptara, así que cogí la llamada.
―Hola.
―Alejandro. ―Su voz seductora sonó al otro lado―. Me ha vuelto a picar el gusanillo. Te necesito.
Solo oírla me puso nervioso.
―Creí que habíamos acordado que no me llamarías entre semana. Es martes por la tarde ―Me pellizqué el puente de la nariz con frustración.
―Lo sé, pero ha pasado demasiado tiempo.
―Te entretuve el fin de semana pasado.
―Todavía demasiado tiempo para mis estándares. Sabes que ningún hombre puede encender mis motores como tú.
Sentí que lo decía en serio, pero nunca creí a las mujeres como ella. Probablemente se lo decía a cualquier hombre que tuviera un sueldo de ocho cifras. Me hacía pruebas regularmente pero nunca les preguntaba con quién más se veían.
Tuve que descartarla como candidata para el acto benéfico. No me avergonzaría en un grupo, pero sabía que mi padre la odiaría. Solo servía para una cosa, y yo necesitaba liberar algo de estrés. La aguantaba porque me gustaban sus curvas de infarto y sus guarradas durante nuestros retozos. Cualquier otra cosa era un cero para mí.
―¿Tus vibradores no lo hacen? ―le pregunté. Me vendría bien una conversación subida de tono.
―Alejandro… ―Su voz sonaba un poco severa.
―Bien. Reserva una habitación en ese hotel y mándame un mensaje con el número cuando termines. Voy para allá.
―¡Gracias, cariño! ―La oí chillar.
―Como quieras ―Corté la llamada.
Iba a volver al coche, pero dudé. Seguía molesto con mi padre por exigirme que encontrara una fecha decente para su evento y darme solo una semana para hacerlo.
Abrí la puerta de la habitación del hospital donde se encontraba la mujer que casi atropella mi padre. Tenía que hablar con él.