Zainab Sambo
No sabía que había tantos empleados.
Había subestimado tanto el tamaño de Industrias Campbell como la decoración, pues la cafetería era preciosa.
Todo estaba limpio y brillante.
Fui a comer con Atenea y Aaron.
Por suerte, Jade no podría localizarme en aquella enorme cafetería.
Y yo no estaba de humor para participar en una competición de miradas.
Ya había tenido una con el jefe.
Me gustaba Atenea. Era un soplo de aire fresco, extrovertida y la amiga enrollada que siempre había querido tener.
Sin ánimo de ofender a Beth en absoluto. Además, Atenea era un poco diferente.
Podía literalmente calmar a un rinoceronte si quisiera. Por otra parte, me interesaba averiguar cómo era su relación con Mason.
¿Cómo era él en familia? ¿Era tan tenso como en el trabajo?
¿El dinero y la fama le habían afectado tanto que había olvidado cómo tratar a la gente?
—¿Te gusta esto, Lauren?
Jugué con mi ensalada, sin ganas de comer. No es que no tuviera hambre.
Realmente tenía, pero también tenía miedo de hacer algo que provocara que me despidieran. Entonces no sabía qué hacer.
Si comía, podría vomitar y había leído el manual lo suficiente como para saber que la oficina debía estar siempre limpia y reluciente.
Pero no era tan irritante como la norma que establecía que todos los empleados debían lucir impolutos.
No debía verse ninguna mancha o suciedad en su ropa en ningún momento.
Bajé la mirada a mi blusa blanca, complacida de no haber derramado zumo en la blusa sin darme cuenta.
—Es una mierda, pero, ¿hola? Va con el sueldo. No sabía que alguien pudiera agotar a alguien tan rápido como lo hace el señor Campbell conmigo.
Atenea se rió.
—Es un cabrón con patas, ¿verdad? Pero la ventaja de trabajar aquí es que puedes ver a ese magnífico, musculoso y rico gilipollas de dos metros y admirar lo bueno que está.
La miré fijamente, completamente sorprendida por sus palabras y por su capacidad de decirlo con cara seria.
—Es tu sobrino —le recordé, por si se había golpeado la cabeza, olvidando aquel pequeño detalle.
Yo nunca podría decir eso de un pariente mío; en absoluto.
Mi familia era complicada.
La familia de papá cortó el contacto con él después de que se casara con mamá. Sus familiares eran ricos y pensaban que mi madre era una cazafortunas. Ella no era merecedora de papá, le decían.
Ella no era una buena mujer. Pero mi padre estaba tan enamorado de mi madre que ignoró las advertencias del clan y la dejó embarazada.
No habían vuelto a hablar en veintitrés años.
Ni siquiera sabían que tenía cáncer.
Papá tenía miedo de que lo rechazaran y también se avergonzaba de que hubieran tenido razón sobre mamá.
—Está muy bueno. Deberías verlo en ropa informal... ese culo prieto.
—¿Tú también? —lancé una mirada a Aaron.
—Yo soy de la otra acera —dijo, encogiéndose de hombros. Era gay.
—No puedo ver nada más allá de esa personalidad asquerosa. ¿A las mujeres les gusta eso?
Ambos me miraron significativamente, como preguntando si estaba bromeando.
—Al noventa y nueve por ciento de las mujeres no les importa su mala personalidad —aseguró Aaron—. Sólo les importa que esté bueno, sea increíblemente rico y esté disponible. Todo lo demás no es relevante. Nuestro jefe fue elegido el hombre vivo más sexy durante cinco años seguidos. Es el soltero más deseado del Reino Unido.
Mi sorpresa fue mayúscula.
¿Alguien así podía ser amado?
—Apuesto a que le encantó estar en esa lista —dije, llevándome algo de ensalada a la boca.
De pronto, Aaron y Atenea empezaron a reírse como si hubieran escuchado un chiste malo.
—¿Que le encantó? —repitió ella.
—Mason lo detestaba. Dijo que era demasiado bueno para esa categoría. Dijo muchas cosas, en realidad. Una de ellas, que consideraba un insulto que su nombre figurara junto al de otras personas. También dijo que iba a presentar una demanda por discriminación.
—¿Cómo que por discriminación? —me atraganté.
Atenea se encogió de hombros.
—No quiere que se le asocie con nadie ni con nada. Su único objetivo en la vida es hacerse más rico cada día y ser el hombre más poderoso.
—¿No lo es ya?
—En realidad... —Aaron bajó la voz—. Quiere dominar el mundo.
Me reí.
Ellos no.
—Estás de broma —reaccioné. Miré con los ojos muy abiertos a Aaron y luego a Atenea.
—Nunca bromeamos con Mason Campbell.
Mi voz bajó a un susurro.
—Entonces, ¿también es cierto que hace desaparecer a la gente, quela mata en una zona aislada y se deshace del cuerpo? —quise saber, temerosa de oír la respuesta.
—Y tiene una cámara de tortura —añadió Atenea en un tono más bajo.
»Le sirve para obtener información o para castigar a los que le han perjudicado.
—Madre mía, ¡¿en serio?! —exclamé, recibiendo algunas miradas desde otras mesas.
Bajé la mirada, roja por la atención que no quería captar.
La cara de Atenea se torció de repente en una mirada divertida antes de estallar en carcajadas mientras se sujetaba el estómago.
Resonó una carcajada completa que me dejó pasmada. Me pregunté si estaba loca.
—¡Deberías haberte visto la cara! —gritó entre risas.
—Dios, te crees las cosas tan fácilmente... ¡Mason no mata a la gente! —rió Aaron—. Pero sí hace desaparecer a determinados individuos… ¡así que pórtate bien!
Le fulminé con la mirada.
—No se lo cuentes a nadie ——continuó—. Mason quiere que la gente crea que es un asesino para asustarlos. Pero yo no te he dicho nada.
Puse los ojos en blanco.
—No te preocupes por eso. No es que quiera hablar de él. Para mí él existe solo cuando vengo al trabajo.
—Es encantador que no te guste —sonrió Atenea—.O que te afecte de alguna manera. Creo que es por eso que te quiere cerca. Dios, estoy contentísima de que le haya hecho eso a Jade. Lo que daría por volver a ver algo así...
—¿No te gusta Jade? —pregunté.
—No le gusta —contestó Aaron—. Jade se portó como una auténtica zorra con Atenea cuando llegó. Al enterarse de que era tía de Campbell, empezó a ser amable con ella y...
—Y yo la puse en su sitio, porque no me gusta la gente falsa. Pero ella sigue intentándolo, ¿sabes? Sigue esperando que la elogie ante Mason.
Me parecía propio de Jade comportarse así.
—¡Mierda! —exclamé, mirando mi reloj—. ¡Son más de las doce!
—¿Y? ¿Qué significa eso?
Cogí mi teléfono y me bebí el zumo, haciéndoles un gesto de despedida con la mano.
—¡Tengo que recoger su almuerzo y he oído que está lejos! ¡Nos vemos, chicos!
Corrí hasta el ascensor y pulsé el botón.
De pronto fui consciente de que había roto la regla número veintiocho.
No correr dentro del edificio.
En cuanto salí a la calle, alguien gritó mi nombre.
—¡Lauren, espera!
Atenea trotó hacia mí y me lanzó una llave que cogí con buenos reflejos. Había jugado al baloncesto en la universidad.
—Llévate mi coche —dijo—. Créeme, es mejor que coger un taxi. Te costará un riñón.
—¡Gracias! —dije. Le di un rápido abrazo antes de dirigirme adonde estaba aparcado su coche.
Era un bonito utilitario. Olía como si fuera nuevo.
Introduje el nombre del restaurante en el GPS antes de salir del aparcamiento.
Conduje rápido y llegué en treinta minutos.
Sin perder más tiempo, pedí lo habitual para Mason Campbell.
La camarera temblaba tanto cuando me entregó la comida que llegué a pensar que él estaba de pie detrás de mí.
No estaba, ¿no?
Me giré para comprobarlo, pero allí no había nadie, y quise darme una patada por ser tan estúpida. Pero no estaba de más comprobarlo.
Cuando salí del restaurante pensé que por fin iba a impresionar al señor Campbell.
Pensaba recibir unas palabras de agradecimiento, o incluso una sonrisa.
Bueno.
No convenía albergar demasiadas esperanzas.
Él nunca sonreía.
Sin embargo quería que se mostrara agradecido. Con una sonrisa, entré en el coche y comencé a conducir de vuelta al centro.
Encendí la radio y la escuché con la mente clara y el corazón sano.
Pensé en la posibilidad de irme a casa temprano, pero algo me dijo que no tendría tanta suerte
Quería ir a ver a papá y hablar con él, ver cómo estaba.
Desde que había empezado a trabajar en Industrias Campbell apenas había tenido tiempo de verlo.
La noche anterior nos habíamos enviado un breve mensaje de texto. Me estaba dando un poco de nostalgia aunque era ridículo.
Le echaba mucho de menos.
El coche empezó a hacer un ruido raro. Venía del motor y me planteé parar para comprobarlo.
Decidí no hacerlo porque iba a perder tiempo y no es que fuera muy sobrada.
Unos diez minutos después, el coche empezó a reducir la velocidad.
—¡No, no, no! —grité frenéticamente—. ¡Por favor, no te pares!
Miré al cielo, rezando a Dios para que el coche no se estropeara.
Menudo desastre.
Mantuve las manos en el volante y pisé el acelerador, decidida a volver a la empresa antes de que el coche dejara de funcionar en medio de la carretera.
Pero, ¿cómo diablos iba a lograrlo?
Aquella vez Dios se puso de mi lado y llegué a la oficina sin que el coche se estropeara.
Estuve a punto besar el suelo y saltar de emoción, pero entonces recordé la regla número cincuenta y ocho.
Ningún empleado debía actuar de forma inapropiada ni exhibir conductas infantiles en las inmediaciones de la empresa.
Estúpidas reglas.
Estúpido Mason Campbell.
—¿De dónde vienes? —me inquirió Jade cuando salí del ascensor.
No me detuve ante ella.
—¿Por qué no vienes y me preguntas de nuevo en la oficina del señor Campbell? —me limité a decir—. Estoy segura de que le parecerá bien que le preguntes adónde ha ido su asistente.
No esperé a que respondiera, sabiendo que lo único que obtendría sería una mirada fulminante.
Llamé a la puerta suavemente.
—Adelante.
Entré, con las piernas y las manos temblando.
—Su almuerzo justo a tiempo, señor —anuncié. Esbocé una sonrisa.
Él no dijo nada y yo no me moví. Pensé que si lo hacía, me regañaría.
Varios segundos pasaron sin respuesta por su parte. Finalmente, el señor Campbell levantó la vista de sus papeles.
—¿Qué esperas? ¿Recibir aplausos por hacer al fin bien tu trabajo?
Abrí y cerré la boca, buscando algo que decir.
Aunque, ¿qué demonios se suponía que tenía que decir a aquello?
—Déjalo sobre la mesa y vete —me ordenó.
Así lo hice y me fui en silencio.
Estuve ocupada todo el día, aunque eso no me impidió pensar en mi jefe. Fui lo suficientemente inteligente como para no volver a cruzarme en su camino ni cometer ningún error.
Estaba haciéndolo lo mejor que podía para no meterme en problemas y cada vez era más fácil si me lo proponía.
Después de salir de la oficina aquella noche, me detuve en un restaurante cercano y compré comida tailandesa porque sabía que no iba a cocinar y que Beth habría salido.
A diferencia de Beth, yo nunca había sido una gran cocinera.
Cuando llegué a casa, me derrumbé en la cama.
Hasta aquel preciso momento no me di cuenta de lo agotada que estaba.
Durante los tres días que siguieron, me las arreglé para estar a buenas con el señor Campbell.
Dejó de ser grosero.
Bueno, simplemente dejó de insultarme.
Eso ya era todo un progreso.
Se estaba acostumbrando a verme, aunque no perdía la oportunidad de recordarme que aquel sólo era un trabajo temporal. Si cometía el más mínimo error, estaba fuera.
Tenía acceso a su agenda y aquella información me resultaba útil para apartarme de su camino.
También me estaba acostumbrando a verme con Aaron y Atenea; ser su amiga era genial.
Por otra parte, había empezado a charlar ocasionalmente con Jonathan, del departamento de marketing.
Era simpático y se creía divertido aunque no solía serlo.
Jade no había dejado de acosarme con sus palabras, pero lo único que obtenía a cambio eran diversas miradas de reojo que en realidad eran como una bofetada, ya que ella esperaba que me dedicara a insultarla verbalmente.
Yo era una mujer adulta. Evidentemente, ella se había perdido aquella parte.
El trabajo era frustrante, especialmente el trabajo de archivo que me asignaba el señor Campbell.
Habían pasado dos días y todavía estaba luchando con la organización de los expedientes por orden alfabético y con las incesantes interrupciones de las llamadas entrantes.
El teléfono sonó a mi lado y supe que no era ningún cliente ni alguien que preguntaba por el jefe.
Era el propio jefe.
—¿Sí, señor Campbell? —pregunté amablemente.
—Le he enviado por correo electrónico unos documentos que hay que imprimir. Hágalo ahora —ordenó antes de cortar la llamada.
Miré el teléfono y, en voz baja, murmuré algo sobre lo imbécil que era.
Un imbécil redomado.
Luego resoplé al ver la pila de archivos que tenía delante.
Después de imprimir los documentos, iba de regreso cuando tropecé con alguien y los papeles se me cayeron de las manos.
Me agaché para recogerlos y la persona que había chocado conmigo intentó ayudarme.
—Lo siento mucho —se disculpó, entregándome el último papel.
—No pasa nada —sonreí—. Iba un poco distraída..
Ella se ajustó las gafas y contemplé la belleza que tenía delante.
Todo el mundo era muy atractivo allí.
Era como si el señor Campbell sólo contratara a personas que tuvieran una cara bonita, aunque sólo era una teoría.
La chica que tenía delante llevaba ropa sencilla. No había nada extraordinario en ella y podría jurar que la blusa que vestía había sido mía un año atrás.
Algo me dijo que era como yo.
Una chica de extracción humilde.
Finalmente podía relajarme al saber que no era la única que era pobre y sin ropa cara.
—No nos conocemos. Soy Odette y tú eres Lauren.
—¿Cómo sabes mi nombre?
Ella sonrió.
—Todo el mundo sabe tu nombre, Lauren.
—Como el señor Campbell ha contratado a alguien que no coincide con los estándares de la empresa, todo el mundo tiene que saber su nombre, ¿no? —espeté a la defensiva.
La cara de Odette se vino abajo.
—No, claro que no —aseguró sincera—. Sé tu nombre porque Jade ha estado hablando de ti sin parar.
—¿Por qué no me sorprende? Y no ha dicho nada bueno, supongo —aventuré. Ella respondió encogiéndose de hombros—. Por cierto, nunca te había visto por aquí.
—Sí, no subo mucho a menos que sea necesario. Estoy en la segunda planta. Departamento de informática. Pásate cuando quieras.
—Suena bien. Lo siento, pero tengo que irme. Ha sido un placer hablar contigo, Odette.
—Lo mismo digo. Nos vemos, Lauren.
Volví a mi escritorio y comprobé rápidamente que no me había dejado nada antes de llamar a la guarida del león.
—Pase, señorita Hart.
Lo hice y cerré la puerta a mis espaldas.
El señor Campbell no estaba sentado en su escritorio como había pensado.
En cambio, estaba tumbado boca arriba en el sofá, con las manos y las piernas cruzadas.
No llevaba la chaqueta del traje. Su camisa blanca se pegaba a él, y sus enormes bíceps parecían que iban a rasgar la pobre camisa en cualquier momento.
Tragué saliva y aparté la mirada de sus músculos.
Me obligué a no pensar en lo sexy que era.
Era mi jefe.
Y seguía siendo un imbécil.
Un imbécil con un cuerpo de toma pan y moja.
Me reprendí a mí misma. No iba por buen camino pensando así.
—¿Cómo ha sabido que era yo? —pregunté después de colocar los papeles en la mesa, tal y como me había ordenado con el dedo.
—Nadie más llama a la puerta de una manera tan irritante —explicó mi jefe sin abrir los ojos.
Fant´åstico. Me lo merecía por haber preguntado. Había aprendido que si preguntaba nunca recibía nada bueno.
—Y, por cierto, señorita Hart, haga una reserva en el mejor restaurante de la ciudad. A las siete. Tengo una reunión de negocios —señaló. Abrió los ojos, pero no para mirarme—. Repito, el mejor restaurante. Estoy plenamente convencido de que no conoce ninguno o que nunca ha oído hablar de él debido a su estatus. Por tanto, solicite ayuda.
Puse los ojos en blanco, sabiendo que no podía verme.
—Sí, señor. ¿Algo más?
—Acuda usted también.
—Pero... —objeté, boquiabierta
Sus ojos plateados miraron bruscamente en mi dirección.
Podría haber dejado de respirar allí mismo.
—¿Tiene algo que decir, señorita Hart? ¿Tiene algo mejor que hacer?
De hecho, sí.
Iba a ir al hospital a visitar a mi padre, al que hacía tiempo que no veía.
Pero debido al hecho de que era una cobarde y de que estaba aprisionada por aquellos ojos que no admitían discusión, negué con la cabeza.
—No tengo planes. Se hará según sus deseos —manifesté. Quería llorar, quería decir que mi padre importaba más que su estúpida reunión de negocios.
Apartó la mirada y volvió a cerrar los ojos.
—Cierre la puerta suavemente cuando se vaya. No hay razón para desquitarse con ella porque ha sido demasiado cobarde para admitir que tenía planes. La estaré esperando —se despidió.
Quería destrozar la puerta.
Apreté los puños y volví a mi escritorio, desconsolada.
Me obligué a no dejar caer ninguna lágrima de mis ojos.
En primer lugar, porque quería enseñarme a ser fuerte, y, aparte, porque Jade no dejaba de mirarme. Podía sentir sus ojos sobre mí todo el tiempo.
No le iba a dar ni un motivo para burlarse de mí y cotillear, porque lo compartiría alegremente con todo el mundo.
Me puse a pensar en qué me iba a poner: no tenía nada.
No tenía ropa bonita, y ciertamente no tenía un conjunto que fuera lo suficientemente elegante para el restaurante Seasons o para el gusto de mi jefe.
—¡Beth, estoy jodida! —grité, sacando un vestido tras otro y tirándolos sobre la cama.
—¡¿Qué me voy a poner?!
—¡Cálmate! Estoy segura de que encontrarás algo.
Me giré y la fulminé con la mirada.
—Llevas cinco minutos diciendo eso y ya hemos revisado mis vestidos tres veces. ¡Y no son más que una mierda! —pateé un modelito en señal de frustración.
—No es mi culpa, Laurie, de que no vayas de compras desde hace más de un año.
—Pero tú sabes por qué no me gasto el dinero. Todo va a las facturas médicas de mi padre. Uf, ¡no sé qué hacer! —gemí, cayendo de nuevo en la cama.
—¡Oh, tengo una gran idea! —exclamó de repente—. ¡Vayamos a Melt’s!
—¿Me estás tomando el pelo? No podemos permitirnos ir a Melt’s. Ni siquiera podemos comprar un pendiente allí, menos un vestido. Has perdido el juicio.
Me dio un toquecito en la cabeza.
—No me refiero a comprarlo. Quiero decir que nos lo presten y que lo devuelvas después. Sólo tienes que asegurarte de que el señor Campbell no vea la etiqueta y tenga más motivos para meterse contigo.
Me imaginé la expresión que pondría si aquello pasaba.
—¿Crees que puede funcionar?
Beth asintió.
¡Me encanta la idea! Muchas gracias, Beth. Vayamos antes de que cambie de opinión.
Cuando volvimos de Melt's, Beth se ofreció a maquillarme.
No quería exagerar, así que optó por darme un aspecto natural. Cuando terminó, me veía diferente.
Diferente en el buen sentido y me encantó.
Decidí dejarme el pelo suelto pero lo ricé un poco.
A las seis y cincuenta y cinco exactamente llegué al restaurante Seasons. Pero no entré.
Esperé al señor Campbell fuera del restaurante.
Tal vez era demasiado servilismo, cuando podía entrar y esperarlo allí. Pero mi cerebro estaba funcionando bien aquella noche.
No había ninguna posibilidad de entrar sin mi jefe.
Pasaban cinco minutos de las siete cuando un Escalade negro se detuvo junto a mí.
El conductor se bajó y cruzó al otro lado, abriendo la puerta del asiento trasero.
Apareció un zapato pulido seguido de otro y me llegó el olor más delicioso que jamás haya existido.
No podría ni siquiera empezar a describir lo que sentí cuando Mason Campbell salió de aquel coche, un completo macho alfa que imponía su magnetismo.
Se me secó la boca a pesar de haber bebido agua un poco antes, pero no pude evitarlo.
Mason Campbell era más que magnífico.
Era el tipo de hombre al que había que admirar desde lejos porque era imposible de tocar.
El tipo de hombre que hacía que tu corazón se acelerara y tus rodillas flojeasen.
¿Estaba experimentando aquel tipo de cosas?
Claro que sí.
¿Por qué no iba a hacerlo, si Mason parecía un dios griego con su traje negro de Armani, la cara perfectamente afeitada y el pelo peinado hacia atrás?
Los modelos masculinos no tenían nada que ver con Mason Campbell.
No sólo tenía la apariencia, el dinero, el poder y la adoración de todos, sino que había algo misterioso en él.
Algo en lo que te veías impulsado a meter el dedo, lo quisieras o no.
Inspiré.
Exhalé.
—¿Qué demonios lleva puesto?
Y, de aquella manera, fui sacada de la fantasía en la que me encontraba por cuatro meras palabras que escaparon de sus perfectos y carnosos labios rojos.
Miré mi vestido, asegurándome de que aún lo llevaba porque no tenía ni idea de por qué sonaba sorprendido y molesto al mismo tiempo.
Me llevé la mano a la parte trasera para asegurarme de que la etiqueta estuviera bien escondida.
—No importa eso ahora. ¡Prince!
Miró hacia el coche.
¿Prince?
Cuatro diminutas patas saltaron del vehículo y, antes de que pudiera darme cuenta de lo que ocurría, se lanzaron sobre mí y chillé.
—Abajo, muchacho. Es inofensiva. No puede hacer nada.
Hizo retroceder al animal antes de que volviera a atacarme.
Me llevé una mano al pecho, escuchando el sonido de mis latidos frenéticos.
La boca del señor Campbell se movió un poco, pero puede que fuesen imaginaciones mías.
Finalmente pude hablar.
—¿Es eso.... un perro?
Puso los ojos en blanco.
—Cinco puntos para usted.
—¡¿Pero hay normas que dicen que no se permiten perros ni ningún animal?! ¿Por qué trae un perro?
Arqueó una ceja ante mi tono. Bajé la mirada.
—Por eso está usted aquí, señorita Hart. Para pasear a mi perro. Aunque yo le habría recomendado algo un poco más... ¿casual? —me miró de pies a cabeza.
Llevaba un vestido negro de tirantes con una gran abertura y los zapatos de tacón de Beth.
—¿Voy a pasear a su perro? —pregunté incrédula.
—¿Por qué lo pregunta? ¿Acaso pensaba en otra cosa? —preguntó y su tono sonó como si se burlara de mí.
—No, claro que no, señor. Sólo me apetecía disfrazarme para pasear a su mascota.
Ambos sabíamos que estaba siendo sarcástica. Él prefirió ignorarlo.
—Muy bien —zanjó. Me entregó la correa de Prince—. Vuelva aquí en una hora, ni un minuto más. ¿Entiende?
—Sí, señor —asentí.
Le dio una palmadita en la cabeza a Prince y entró en el restaurante, dejándome sola con un vestido de setecientas libras, unos tacones de diez centímetros y un chucho diminuto en una noche fría.
No supe en qué momento había pasado de ser asistente a paseadora de perros.
Pegué un pequeño grito.