Zainab Sambo
No es bueno desatar tu ira sobre un pobre perro, sobre todo si es el dueño el que te cabrea.
Llevaba veinte minutos paseando a Prince.
Los últimos cinco los había invertido en una llamada telefónica a Beth, que se había reído hasta el punto de caerse de la silla.
No tuvimos una buena conversación ni desahogué mi ira y frustración con ella, ya que lo único que hizo fue reírse y soltar sandeces.
Corté la llamada antes de enfadarme más.
Prince era un perro bonito. Si no fuera una persona tan ocupada, me habría comprado uno. Pero tener un perro significaba una nueva responsabilidad, además del dinero que me gastaría en comida y otras cosas.
Era demasiado. Apenas podía mantenerme tal y como estaba.
Nunca había visto un perro tan inteligente y presumido.
Era igual que su dueño, también por lo que respectaba al mal carácter.
Cuando lo llevé a un parque cercano y vi una pelota sucia en el suelo, la recogí.
Quise jugar a la pelota con él, pero el maldito perro torció el morro con desdén.
Era llamativo: miraba la pelota con repugnancia... nada que ver con un perro normal.
Salimos del parque para alegría de Prince. Me paré a comprar un tentempié cuando una mujer con su perro se detuvo cerca de nosotros.
—Mira, Prince, ¿no es bonito ese perro? ¿Quieres ir a jugar con él?
Me miró con cara de incredulidad. Entonces decidí que el perro era realmente más inteligente de lo que pensaba si podía entender lo que yo decía. O tal vez todo estaba en mi imaginación.
—Vamos, Prince, ¿cuántas veces has visto un perro más simpático que ese? No seas tan seco.
Resopló y miró hacia otro lado.
Quizá me estaba volviendo loca, allí hablando con un perro y pensando que el animal me respondía por medio de expresiones faciales. Empezó a alejarse de mí en dirección contraria.
—¡Prince! —tensé la correa y me enseñó los dientes—. Caramba, eres igual que tu dueño. ¿Te ha contagiado su personalidad, pobre criatura?
Le rasqué la parte posterior de la oreja.
—Debe de ser duro vivir con un tipo frío como una piedra.
No respondió.
—¿Puedo contarte un secreto? Creo que si bajara el tono de su mal carácter y empezara a ser amable con la gente podría empezar a gustarme. Está muy bueno.
Prince sonrió.
¡Juro que sonrió!
—Muy bien, vamos —insté. Tiré de su correa pero no se movió—. Prince, venga, vamos.
Se quedó donde estaba, sin moverse.
—¡Prince! —grité, tirando con fuerza de la correa.
Se lanzó hacia mí y, segundos después, oí un sonido de desgarro.
Me quedé mirando el punto donde había mordido. No era pequeño. Había un siete notable en el vestido, justo por debajo de las rodillas.
¡Joder! —exclamé—. Por Dios, esto no está pasando.
Intenté respirar y concentrarme, pero todo lo que podía ver era la etiqueta del precio que decía setecientas libras.
—No, no, no.
Iba a hiperventilar en plena calle. ¿Qué podía hacer?
No tenía manera de conseguir doscientas libras y el vestido costaba más de lo que tenía.
Y me desangraría antes de usar el dinero que estaba ahorrando para papá.
—¿Por qué demonios has hecho eso, Prince?
Parecía no estar arrepentido y yo quería gritar.
¿Qué iba a hacer? ¿Vender mi televisor? Entonces recordé que no tenía. Todo en el piso era propiedad de Beth.
¿Qué cosa cara poseía que pudiera vender? Nada.
Mi conciencia me dijo que se lo dijera al señor Campbell.
Al fin y al cabo, era su maldito perro y merecía que me pagara los daños de un vestido que no era mío.
Pero por otro lado, mi orgullo y mi ego no me dejaban decírselo.
Al diablo con el orgullo y el ego.
Tenía que decírselo.
Debía pagarme el vestido.
¿Cómo diablos iba a resolver aquel problema?
Después de decidirme, agarré a Prince y lo llevé conmigo al restaurante.
Esperamos a que terminara la reunión del señor Campbell y, cuando llegó la hora, le vi salir con un chino de pelo canoso. Se dieron la mano antes de que su invitado se fuera en un coche.
Luego mi jefe se volvió hacia mí.
Miré al suelo durante un rato antes de levantar la cabeza, devolviéndole la correa.
—Se me ha roto el vestido —dije con voz abatida.
Mi voz interior gritaba y estaba a punto de morir por la humillación a la que acababa de someterme.
—Ya lo veo. ¿Qué me importa eso?
Me mordí el labio inferior, conteniendo un grito.
—Prince me lo ha roto —murmuré. Intenté evitar sus intensos y salvajes ojos grises.
—¿Está pidiendo una compensación, señorita Hart?
Su tono estaba vacío de emoción.
Sin dejar de apartar la mirada de sus ojos, jugué con mis manos.
—Bueno, verá...
—Míreme —me cortó.
Miré hacia él y vi su mano inclinada hacia mi cara. Mis ojos se abrieron desmesuradamente. Pensé que iba a darme una bofetada o a tocarme la cara.
En lugar de eso, su mano se dirigió a mi nuca y luego sacó la etiqueta del precio.
Me puse roja. Me sentía humillada. Quería que el suelo se abriera y me tragara.
Aquello era lo que había intentado evitar toda la noche.
—Bastante desafortunado el incidente —comentó con un tono perezoso—. Encima es bastante barato.
¿Qué? ¿Llamaba barato a un vestido de setecientas libras? Me encantaría ver qué consideraba caro.
Pero no pude mirarle.
Nunca podría superar aquello. Me pilló desprevenida cuando sus cálidas manos agarraron las mías y pusieron unos billetes en mi palma.
No supe decir cuánta pasta era, pero había mucha.
Nunca había tenido tanto dinero en mis manos.
No dijo nada y, antes de que pudiera reaccionar, ya estaba dentro del coche.
Me quedé clavada en el sitio, mirando los billetes en mi mano.
¿Por qué demonios me había molestado que me diera su dinero? ¿No debía alegrarme por poder pagar el vestido?
Por alguna razón, no me gustó la situación. No quería su dinero.
Lo guardé en mi bolso con la esperanza de devolvérselo en la oficina. Por la mañana. De haber sabido dónde vivía, habría ido allí enseguida.
—¿Qué dices que vas a hacer? —preguntó escandalizada Beth cuando le conté toda la historia.
—Voy a devolver el dinero —respondí, deslizando el vestido por mis piernas.
—¿Por qué? Es tuyo. Él te lo ha dado.
—Pues no lo quiero.
—¿Estás loca? ¿Cómo vas a pagar el vestido? Su perro lo rompió, así que es su obligación pagarlo. Deja de pensar en negativo y mira el lado bueno de esto. Además, te quedas con el vestido.
Tiré el conjunto a la cama y me puse las manos en las caderas, mirando fijamente a Beth.
—Me ha dado dos mil libras. ¿Qué se supone que voy a hacer con lo que sobra, ¿eh? No soy un caso de caridad, Beth. Tengo orgullo. No puedo aceptar dinero suyo. Es un insulto.
—¿Insulto? Y una mierda —dijo y puso los ojos en blanco.
—Tú no le conoces, Beth ¡Es un imbécil! Esto será el cuento de nunca acabar. ¿Crees que no va a burlarse de mí? No tienes ni idea —argumenté, molesta..
Todavía estaba tratando de lamer mi orgullo herido, todavía tratando de aceptar lo que había sucedido.
Ella no había estado allí, no podía ver lo que yo veía a diario en los ojos de Mason Campbell.
—Bien, ¿por qué no setecientas y le devuelves el resto? Y dile que le devolverás lo correspondiente al vestido cuando recibas tu paga. Ves, he resuelto tu problema.
—¡También fuiste la que lo creó!
Me movió el dedo.
—No, Laurie, fuiste tú la que pensó que estabas invitada a cenar con ellos —rió ligeramente—. Me habría gustado ver tu cara cuando te dijo que ibas a pasear a su perro.
—Estoy segura de que a él también le divirtió mi humillación. Dime, ¿era tan difícil comentarme cuál iba a ser mi cometido allí? —me quejé—. Podría haber dicho simplemente: señorita Hart, esta noche paseará a mi perro. Así no habría hecho el ridículo.
Aunque hubiésemos estado en un juzgado y delante del juez, el que tenía la culpa era mi jefe por no aclararlo.
Yo era inocente, yo era la que había sido humillada y yo era la que había perdido mucho dinero aquella noche, lo suficiente como para quitarme el sueño; pero sabía que él estaría roncando, porque tenía miles de millones en su cuenta bancaria.
Gemí, frotándome la frente.
Me había entrado un intenso dolor de cabeza.
—Lo odio.
Beth fingió un jadeo.
—¿Cómo puedes odiar al hombre más sexy de Inglaterra? Estoy muy celosa de ti. Tienes la oportunidad de verlo todos los días y de admirar cada parte de su cuerpo.
La golpeé.
—Cállate. Yo no lo miro. Ni siquiera le presto atención.
Estaba mintiendo, por descontado.
—Sólo presto atención a mi trabajo.
Me estaba convirtiendo en una embustera de primera categoría.
Parecía que Beth no me creía.
—¿Así que eres inmune a su atractivo? ¿No te atrae? ¿En absoluto? Siento reventar tu burbuja, cariño. A mí no me engañas, Lauren. No trates de venderme esa moto —sus labios se curvaron en una sonrisa—. No quieres admitir que también a ti te gusta tu jefe.
—¡No me gusta mi jefe! Es mi jefe. Está estrictamente prohibido.
—¿En qué página de tu manual dice que no debes mirar a tu jefe, eh?
Sonreí.
—Regla número setenta y ocho. Ningún empleado debe realizar ninguna acción física ni entablar una relación con un compañero de trabajo —señalé. Me di una palmadita en la espalda por recordar algunas de las reglas.
Aunque aún no había repasado todo el manual, me alegré de haber conseguido leer algunas y evitar convertirme en una infractora.
—Compañero. No dice jefe —fue su respuesta de listilla.
—¿De verdad? ¿Ese es tu argumento? —pregunté levantando las dos cejas y ella se encogió de hombros como respuesta—. Como quieras, me voy a dormir.
Se levantó de mi cama.
—Sigue en pie lo de este fin de semana, ¿verdad?
—¿La noche de chicas? Claro. ¿Puedo invitar a mi amiga Atenea?
—Sí. También puedes invitar a tu jefe. Cuantos más, mejor. —me guiñó un ojo.
—Vete a la mierda, Bethany.
Papá había tenido cita con el médico.
Su enfermera, Becky, había prometido mantenerme al tanto.
Iba a pasar la quimioterapia como la persona valiente que era.
Se pondría bien y viviría lo suficiente como para ver crecer a sus nietos.
Me preocupaba sobre todo que tuviera que pasar por todo aquello solo y sin nadie a su lado, pero Becky me aseguró que estaría con él en todo momento.
Me preocupaba que papá se enfadara porque mi trabajo me impidiera estar con él allí, pero un mensaje suyo me hizo relajarme.
Era uno de aquellos días en los que realmente odiaba a la mujer que me había dado a luz.
Se suponía que quien debía estar con él era su esposa, no su enfermera.
Pero a saber dónde estaba ella en aquel momento, o si tan siquiera todavía pensaba en él.
Aunque papá me había dicho que no le importaba que yo no estuviera allí, me sentí muy mal.
Yo era la única familia que le quedaba y estaba demasiado ocupada haciendo recados para Mason Campbell.
Fluí a través del intenso tráfico peatonal hasta la cafetería más cercana, a dos manzanas de la oficina. Me tomé un café con leche con extra de espuma antes de ir a toda velocidad a nuestro edificio.
El frío golpeaba mi cara y me acurruqué en mi rebeca.
El ascensor estaba vacío cuando entré y pulsé el número de mi planta. Estaba nerviosa, pero sobre todo seguía avergonzada al recordar lo que había pasado la noche anterior.
La humillación seguía ardiendo en mi cerebro y temía ver al señor Campbell.
Deseaba que llegara el fin de semana para no tener que volver a enfrentarme a él tan pronto. Dios sabía lo que debía de pensar de mí.
¿Por qué la persona ante la que no quieres avergonzarte siempre resulta ser la persona ante la que acabas haciéndolo?
Justo cuando la puerta del ascensor estaba a punto de cerrarse, una mano se coló entre las dos hojas y las puertas se abrieron.
Mi corazón palpitó con fuerza cuando vi al hombre en el que estaba pensando hacía apenas cinco segundos.
El señor Campbell entró en el ascensor y se puso a mi lado.
Llevaba el pelo recortado con un corte elegante que le daba muy buen aspecto.
Y también olía muy bien.
No quería fijarme en el.
Era alguien a quien no podía aspirar, aunque nunca me lo había planteado.
No habló y no me miró. Las puertas del ascensor se cerraron y las de la tensión se abrieron de par en par.
Mantuve la cabeza agachada, fascinada por mi café con leche cuando en realidad me esforzaba por no mirarle.
Tenía que decir algo.
Tenía que saludarle. Era mi jefe.
Aquella pequeña revelación fue como una bofetada en la cara. Estaba tan ocupada flipando con que estuviéramos juntos en un diminuto espacio cerrado que no se me había ocurrido saludarle.
—Buenos días, señor —solté. No obtuve nada a cambio.
Bueno, no es que esperara que me dijera algo después de haber tardado tanto en darme cuenta de mis defectos.
—Así que recuerda quién es el jefe. Pensé que de alguna manera había olvidado lo que se supone que debe hacer una asistente cuando ve a su superior.
Eché una rápida mirada en su dirección y lo encontré mirando su caro reloj.
—Un minuto y treinta segundos —informó. Levantó la vista de su reloj hacia mí, sus ojos no revelaban nada—. Eso es lo que ha tardado su cerebro en empezar a funcionar correctamente.
Me quedé inmóvil, apretando la mandíbula hasta que pude encontrar la compostura y el autocontrol necesarios para hablar con calma.
—¿Por qué siempre insulta mi inteligencia? Resulta que no soy tonta.
Se movió y sacó las manos de los bolsillos. Yo seguía mirándole fijamente mientras él seguía mirando al frente.
Juntó las manos delante de él.
—La gente inteligente no se llama a sí misma inteligente. Cuando eres inteligente y lo sabes, dejas que la gente piense que no lo eres. Y lo demuestras cuando menos lo esperan.
Levanté una ceja.
—¿Es así como se convirtió usted en uno de los hombres más poderosos? ¿Fingiendo no ser inteligente? —inquirí, no siguiendo mi propio consejo de no hacer preguntas que no eran de mi incumbencia.
Papá siempre decía que yo tenía la costumbre de ser una entrometida y de no saber cuándo callar.
—¿Uno de ellos? Señorita Hart, soy el hombre más poderoso de Inglaterra. Algo de lo que claramente no se ha dado cuenta.
—No es que no me haya dado cuenta. Sólo estoy siendo racional, señor. Estoy de acuerdo en que usted es uno de los hombres más poderosos, pero, ¿de toda Inglaterra? ¿Olvida que tenemos una reina y un primer ministro?
Aunque mi mente trató de detenerlas, aquellas palabras salieron de mi boca.
—Mi deber como jefe implica pasar por alto comentarios como ese de mis empleados —su tono altivo hizo que me arrepintiera de haberlo dicho.
Me quedé callada, mirando los números rojos del ascesnor. Se estaban tomando su tiempo para llegar a nuestra planta.
Tal vez hubiera sido mejor mantener la boca cerrada.
El señor Campbell estuvo horas ocupado, así que no tuve tiempo de hablar con él ni de devolverle el dinero. Yo también estaba tratando de rehuirlo, pero no pude evitar verlo en la reunión.
Cuando entré en la sala de conferencias, decidí sentarme donde él me había dicho la última vez para evitar complicaciones, y por complicaciones me refería a recibir miradas innecesarias y cuestionables.
Acomodándome en mi asiento, esperé a que empezara la reunión.
Los demás empleados, a los que no tenía el placer de conocer porque o bien ignoraban mi existencia o se desvivían por evitarme, me saludaron con la cabeza.
La reunión comenzó a la hora exacta y el señor Campbell centró su atención en todos los presentes.
Me di cuenta de que, cuando hablaba, todos estaban de acuerdo con lo que decía y todos parecían escuchar ávidamente.
Pero cuando otro empleado empezaba a hablar, no ponían tanto empeño en concentrarse.
Cuando el señor Campbell hablaba, no podías dejar de escuchar.
No eran las palabras que decía, sino el tono autoritario que utilizaba y lo sexy que era su voz.
Todas las miradas estaban puestas en él, pendientes de cada palabra que decía.
Cynthia, de investigación y marketing, comenzó su presentación y yo tomé notas como quería el señor Campbell.
Durante la siguiente hora, hice todo lo posible por participar, aunque lo único que hice fue asentir ante lo que me parecía genial y escribir, sin llegar a usar la boca.
Después de haber repasado todo el orden del día, el señor Campbell se puso en pie.
—Gran trabajo el de hoy, sigan así —dijo.
Todos se levantaron de sus asientos y salieron de la sala de conferencias.
Me di cuenta de que el señor Campbell no hacía ningún intento de irse. Justo cuando estaba a punto de marcharme, se aclaró la garganta.
—Señorita Hart, un momento.
Me giré hacia él.
Seguía de pie, y habría agradecido que se hubiera sentado.
Era más que intimidante y grande cuando estaba erguido.
Siempre temía que me aplastase bajo sus caros zapatos de cuero.
—¿Hay algo que quiera decirme?
Tragué con dificultad.
—Bueno, creo que no, señor. ¿O sí?
Me maldije por ser tan estúpida. ¡Tenía que decírselo!
—Si tienes algo que decir, debería hacerlo ahora —repitió, ignorando mi pregunta.
¿Aquel hombre leía la mente? ¿Cómo demonios podía saber que yo quería hablar con él?
Tal vez porque lo había evitado y estaba inquieta en su presencia.
—Esta es su oportunidad —añadió.
Tenía que lanzarme.
Di un paso adelante, repentinamente nerviosa. Pero no iba a dejar que mi nerviosismo me impidiera hacer lo que era correcto.
Y lo correcto era salvar mi orgullo.
—Yo... quiero darle algo.
Él arqueó una ceja.
—¿Le he dado la impresión de querer algo de usted? —preguntó en tono aburrido.
Todo lo que pude hacer fue gruñir.
—Está en mi bolso. Deje que lo coja —comenté. Me di la vuelta rápidamente y salí de la sala de conferencias antes de que me detuviera de nuevo.
Cuando volví, estaba de pie cerca de los grandes ventanales, mirando hacia la ciudad.
Sabía que era consciente de que había vuelto, pero no se volvió y no supe qué decir, sosteniendo sus billetes en mi mano.
—Aquí está.
—Bueno, ¿necesita que le diga dos veces que se acerque?
—No, señor.
Me aproximé hasta que pude ver su cara con claridad.
Se giró lentamente.
Sus ojos grises de pestañas oscuras me cautivaron en una especie de ensueño.
Era increíblemente guapo.
¿Cómo había podido ser bendecido con tal perfección?
¿Y por qué no la habían acompañado con una personalidad agradable?
Supuse que nadie podía tenerlo todo.
Sus ojos se posaron en mi mano.
Me aclaré la garganta.
—Gracias por lo de anoche, pero yo ca...
—¿Anoche? —musitó. Ladeó la cabeza, con la mirada perdida—. ¿Pasó algo anoche de lo que no soy consciente?
Mis cejas se juntaron en un ceño incrédulo.
—Bueno, sí.
—Explíquemelo.
¿Lo hacía a propósito? ¿Intentaba hacerme hablar de la última noche cuando sabía que ya me sentía humillada?
—No sé por qué me entregó dos mil libras cuando el vestido costaba setecientas. Pero de todos modos, le devuelvo lo que no necesitaba. Le prometo que, cuando reciba mi sueldo, le devolveré las setecientas libras. O puede descontármelas directamente —resumí, respirando con dificultad.
—¿Tengo pinta de perder el sueño por dos mil libras?
—No, pero...
—Las necesitaba, ¿no es cierto? —hizo una pausa—. Prince arruinó su vestido y yo lo pagué. Me sentí lo suficientemente generoso como para duplicar el importe. ¿Por qué le supone eso un problema?
—Yo no... —dejé de hablar cuando me di cuenta de que iba a levantar la voz y respiré profundamente antes de exhalar—. No supone ningún problema, señor. Gracias, pero no lo quiero.
—¿Porque es demasiado buena para aceptarlo?
—No es por eso —dije con frustración—. No quiero recibir dinero por lástima.
—¿Es eso lo que es? ¿Dinero por lástima?
—No soy alguien que disfrute tomando el dinero de la gente sin ganarlo. Me siento incómoda sabiendo que estoy en deuda, así que por favor, señor, tómelo. Realmente no lo quiero.
—Tírelo —dijo con voz inexpresiva.
—¿Qué?
—Ya me ha oído. Tírelo. Regálelo. Lo que prefiera, señorita Hart.
Comenzó a alejarse y yo extendí mi mano para detenerlo.
En el momento en que mis dedos tocaron su brazo, sentí que una sacudida eléctrica recorría mi cuerpo y rápidamente retiré mis dedos.
El señor Campbell me miró fijamente.
—No vuelva a intentar tocarme —dijo fríamente, con un tono más áspero que nunca—. Tenga respeto por sí misma. Soy su jefe y estamos en la oficina. Es muy poco profesional tocar a su jefe. ¿Me ha entendido bien, señorita Hart?
Sintiéndome agitada, asentí mientras tragaba saliva a duras penas.
—Sí, señor, lo siento.
Sus ojos se entrecerraron antes de hablar con un firme tono.
—Vuelva al trabajo.