Mason - Portada del libro

Mason

Zainab Sambo

Capítulo 8

Darme cuenta, a la mañana siguiente, de que llegaba treinta minutos tarde al trabajo no mejoró mi estado de ánimo.

Me daba un poco igual ir a trabajar. No quería mirar a la cara a mi jefe, que seis horas antes se había convertido en mi principal enemigo número.

No podía quitarme sus palabras de la cabeza.

Habían sido hirientes.

No describían lo que yo era, pero el hecho de que no hubiera podido esperar a que le explicara todo y hubiera llegado a una conclusión por su cuenta, no sólo me cabreó sino que me hizo abrir los ojos y decidir que no quería volver a trabajar para alguien así.

El señor Campbell no valoraba a nadie; nos trataba como si no fuésemos nada.

Quería trabajar en una empresa en la que pudiera respirar sin temer haberlo hecho mal, o en la que el jefe fuera realmente amable y tratara a todo el mundo con respeto.

Cogí mi taza de café y me quedé mirando la pantalla de mi portátil.

Aquella era la decisión que había tomado nada más acostarme.

Estaba harta.

No era que me odiara a mí misma y no valorara mi autoestima.

Tenía sentimientos. Experimentaba emociones.

No era un maldito robot inmune a sus palabras hirientes.

Escribí rápidamente.

Estimado señor Campbell,

Carta de renuncia.

Por favor, acepte esta carta como notificación de que renuncio a mi puesto como asistente de Mason Campbell en Industrias Campbell el 10 de agosto.

Me disculpo por no haber podido avisar con dos semanas de antelación.

Debido a circunstancias ajenas a mi voluntad...

Hice una pausa y resoplé.

Me habría gustado que era un imbécil y yo no podía trabajar para un imbécil.

Continué: Me veo obligada a dimitir. No tengo inconveniente en cobrar mi sueldo en mano, o bien pueden enviármelo por correo ordinario.

Muchas gracias.

Sinceramente,

Lauren Hart.

—¿Carta de dimisión? ¿Qué demonios estás haciendo? —preguntó Beth, mirando por encima de mi hombro.

Llevaba el pelo desordenado y todavía tenía un resto de saliva seca en la comisura de los labios, lo que indicaba que acababa de despertarse y no se había molestado en mirarse al espejo.

—¿Qué? No es tan terrible —contesté, repasando la carta para asegurarme de que era aceptable—. Procedo de una estirpe de desertores. Mi madre renunció a su familia, mi padre está despidiéndose de la vida… así que no pasa nada si yo renuncio a mi trabajo. No importa.

Antes de que pudiera pulsar el botón de enviar, me arrebató el portátil y me miró fijamente con las mejillas rojas.

—¿Que no importa? ¿Estás hablando en serio?

Me levanté e intenté recuperar el ordenador.

—Dame mi portátil, Beth. Hablo jodidamente en serio.

—No, a menos que me digas qué demonios te pasa, Lauren. Sé que tu trabajo es importante para ti, así que no lo dejarías sin más a menos que haya algo que no me estés contando. Y tienes que recordar que estás renunciando a lo único que puede ayudar a tu padre.

—Ya no — dije. Tragué saliva, presionando los dedos fríos contra mi frente.

Se adelantó y me agarró del brazo.

—Lauren, o me dices qué coño está pasando, o no te voy a devolver el portátil para que hagas algo de lo que te puedas arrepentir después.

Me zafé de su mano.

—No me voy a arrepentir —le aseguré—. Trabajar para Mason Campbell solamente me genera rabia y sufrimiento.

—Así que tu jefe es un gilipollas, ¿y qué? —preguntó con sorna—. Es normal que tengas ganas de matar al jefe de vez en cuando. Pero eso no significa que debas renunciar.

—La verdad es que no me importa. Dame mi portátil —insté, con rostro adusto—. Tengo que enviar esa carta de dimisión.

Beth no tenía ni idea de lo que había pasado al final de la velada.

No tenía ni idea de lo que se siente cuando alguien te menosprecia, cuando piensa que eres un tacaño y hiere tu autoestima. Nadie la había hecho sentirse tan poca cosa.

Ella no lo podía entender.

Permanecimos en silencio, pero la tensión de nuestras expresiones de mala leche habló por nosotras.

—No.

—Beth, no estoy bromeando.

Ella se mantuvo firme, desafiándome abiertamente con la mirada.

Ni Beth ni yo éramos de las que se echan atrás, y por eso cada vez que chocábamos o teníamos nuestras diferencias estábamos destinadas a tener un día horrible.

—Yo tampoco. Esto tiene que ver con el bienestar de tu padre. ¿Cómo vas a encontrar otro trabajo a tiempo para pagar sus facturas médicas?

Sus palabras no hicieron más que llenarme de más temor.

Por un momento, la cara de mi padre enfermo pasó ante mis ojos y a punto estuve de desmayarme.

—¡¿Se está muriendo, vale?! Se está muriendo, Beth, y no hay nada que pueda hacer al respecto —confesé. Mi voz sonó ajena al mundo.

—¿Qué? —inquirió ella, sorprendida—. ¿Qué quieres decir con que se está muriendo?

Me ardía la garganta y se me encharcaron los ojos.

Había asumido la posibilidad de que iba a perder a mi padre muy pronto, pero si, por algún milagro, acababa sobreviviendo, me pasaría todos los días dando gracias a Dios por no habérmelo quitado.

Él era mi fuerza y mi debilidad. Haría cualquier cosa para que viviera más tiempo.

—Lo que oyes —respondí con voz temblorosa, apretando las manos apretadas—. El tratamiento de quimioterapia no ha funcionado y el médico dice que si intentamos otro, su cuerpo no lo soportaría.

Mis palabras sonaron surrealistas en mis oídos. Apenas podía creer que aquel fuera el destino de mi padre.

—Así que básicamente significa que morirá si se somete a otra quimioterapia— añadí amargamente—, y también morirá si no vuelve a intentar otro tratamiento. Así de puta es la vida.

—Oh, Dios... —Beth hizo una larga serie de respiraciones, deslizó otra mirada hacia mí—. ¿Cuánto tiempo?

—¿Acaso importa? No va a vivir mucho más.

Un gemido bajo y sobrenatural que sólo reconocí como mi propio dolor me cerró la garganta.

Me tambaleé hacia atrás y me desplomé contra la pared, el dolor me golpeó con fuerza.

Mis rodillas empezaron a flojear y mi visión se nubló, todo mi mundo se contrajo hasta convertirse en un vacío negro que giraba.

Lo único que podía ver era el mundo burlándose de mí con destellos de mi padre, frío y gris en la muerte, y alejándose de nosotros. Cerré los ojos y tragué saliva.

Los abrí para mirar la figura inmóvil de Beth.

—No quiero que se vaya— me tembló la voz y mi visión empezó a nublarse por las lágrimas—. Beth, no quiero que se muera. Es lo único que tengo. Por favor, dile que no me deje.

Beth se cruzó y me atrajo en un abrazo que me aplastó los huesos. Noté sus lágrimas cayendo sobre mi espalda mientras las mías brotaban en cascada sobre mis mejillas.

—¿Por qué el mundo me odia? Primero fue mi madre y ahora mi padre.

—El mundo no te odia si todavía me tienes a mí —dijo. Resoplé, incapaz de hablar—. Voy a estar ahí para ti en estos tiempos difíciles, Laurie. Y haremos que los últimos días de tu padre sean felices, nos aseguraremos de ello.

Aquellas palabras me hicieron un agujero en el corazón.

Beth y yo visitamos a papá. Estaba muy contento de verla, aunque se pasó la mayor parte del tiempo durmiendo. Todavía no había recuperado demasiada energía y Becky dijo que lo esperable era que durmiera mucho.

Cuando se despertó de nuevo, él y Beth jugaron al ajedrez y él la dejó ganar como siempre.

Me sentí muy feliz al ver la enorme sonrisa en su cara.

Aquello era lo que yo quería, que pasara sus últimos días sonriendo. No volvimos a hablar de mamá, y me alegré por ello.

Hablar de aquella mujer sólo me ponía de mal humor y, de cualquier manera, no esperaba que apareciera. Nunca lo había hecho.

A las cinco y media me despedí con un beso y prometí volver al día siguiente. Beth tenía otros planes, así que me tocó volver sola a casa.

Me encontraba a dos manzanas de nuestro edificio cuando me bajé del taxi, prefiriendo ir a pie para despejar mi mente.

Caminé en silencio, deseando que la tranquilidad de la noche me invadiera.

Dejé escapar un largo e inseguro suspiro cuando mi edificio quedó a la vista.

Un Range Rover negro estaba aparcado justo delante.

No le di mayor importancia, pensando que alguno de los residentes tenía visita o se había comprado un coche nuevo. Sin prestarle la más mínima atención, hice un movimiento para entrar en el edificio.

—Señorita Hart.

Me giré y, para mi sorpresa, el señor Campbell estaba de pie en la acera, llamándome despreocupadamente.

Tenía que estar soñando. Aquello tenía que ser una visión producida por los nervios.

Después de pasar un día entero sin pensar en él, aquel debía de ser el castigo que se me imponía.

¿Sabía él dónde vivía? ¿Había consultado la información de los empleados para conseguir mi dirección? Porque, jefe o no jefe, aquello era una violación de la privacidad.

—¿Qué hace aquí? —observé la calle antes de volver a mirar hacia él, sin saber cómo reaccionar ante aquella inesperada e indeseada visita.

—¿Es esa su primera pregunta? ¿No va a preguntarme cómo sé dónde vive?

—Me alegro de que no haya entrado en mi piso —dije, cruzando los brazos—. Supongo que no está fuera de sus posibilidades.

—No, no lo está, es cierto —comentó, observándome con ojos entrecerrados—. ¿Cómo no iba a venir, si he recibido esto?

Agitó un papel en el aire.

—Tu carta de dimisión. Quería hacer esto delante de usted.

Agarró los extremos del papel y lo rasgó.

—Bueno —levanté la barbilla, clavándole una mirada penetrante—, eso no cambia nada.

—Rechazo su dimisión, señorita Hart.

—¿Cómo dice? —lo miré, esperando haber entendido mal.

Una expresión aburrida cruzó su rostro.

—Creo que esas últimas palabras no dan lugar a malentendido alguno. Sigue trabajando para mí.

—No lo creo —repliqué. Frunciendo el ceño, me erguí y eché los hombros hacia atrás, sólo para enfatizar mi negación.

Respiró profundamente, algo que nunca le había visto hacer en mi presencia.

Algo en su mirada atrevida, casi grosera, me hizo sentir incómoda.

—Soy muchas cosas, pero un mentiroso no es una de ellas. No tengo tiempo ni paciencia para gastarle bromas. Eso no es propio de mí. No puede dimitir ni dejar de trabajar en Industrias Campbell, señorita Hart. Mi empresa no es un juego infantil, algo que pueda dejar cuando le apetezca.

Una mirada de molestia apenas controlada cruzó por sus ojos.

—De manera que sigue siendo mi asistente, sigue trabajando para mí. Cuando ya no la quiera en mi empresa, seré yo quien la despida.

Solté una inesperada carcajada, obligándome a contestarle con calma y fingiendo una compostura que apenas sentía.

—No es usted en absoluto como había esperado que fuese el gran Mason Campbell.

—¿En serio? —respondió burlonamente—. ¿Y puedo preguntarle cómo esperaba que fuese?

Me estaba retando a que dijera lo que tenía en mente. Había sonado también como una amenaza. Si yo no hubiera estado ya cabreado por el hecho de que se creyera mi dueño y si hubiera tenido voz y voto en todo lo que hacía, habría hecho caso a su sutil advertencia y me habría echado atrás.

—¿Quién demonios se cree que es? No puede obligarme a trabajar para usted. Ya no soy su empleada.

—Parece muy segura de eso. Supongo que cree que puede hacerlo, alejarse de mí tan fácilmente —apuntó. Cruzó hacia mí, sus pasos de depredador y la amenaza oculta en su rostro, fuerte y clara—. Puedo suponer, por supuesto, que tiene intención de seguir con su vida en paz y felicidad. ¿Cree sinceramente que se lo voy a permitir?

Su voz estaba fríamente controlada, pero apenas podía dominar la furia de sus ojos.

Se acercó varios pasos a mí, hasta que estuvo justo delante, tan cerca que pude contar las líneas de expresión de su rostro.

—Soy Mason Campbell —dijo, arrogante y orgulloso—. No digo las cosas dos veces. Soy yo quien se aleja de la gente, no ellos de mí.

Por un momento, me sentí demasiado enfadada y aturdida para hablar. Mis ojos se entrecerraron peligrosamente y mis manos se cerraron en puños.

Aquel hombre no sólo era grosero y carente modales, sino que sus insinuaciones despectivas eran demasiado para mí.

Parecía complacido por mi inesperado silencio. Estaba claro que pensaba que me había puesto en mi sitio.

Me incliné hacia delante, con voz condescendiente.

—Vete a la mierda, Mason —dije despreocupadamente, desatando la ira que había sentido por él desde el momento en que lo vi por primera vez—. Puede que te creas el dueño de todo el mundo, lo cual es ridículo porque no somos objetos. Pero tú no eres mi dueño. Tengo derecho a no trabajar para ti. Nadie me va a obligar, ni siquiera el personaje que te has creado.

—¿Intentas ir en contra de mi palabra? —exclamó. La voz del señor Campbell sonó apenas controlada.

Me di cuenta de que toda su cara se había puesto rígida por la ira que apenas le dejaba hablar.

—¿Quieres unirte a la lista de personas que me han desafiado?

Intenté no mostrar lo asustada que estaba.

—Oh, ¿vas a matarme? —me burlé. Mi voz sonó incrédula; al levantar la vista, capté sus ojos centelleantes como los de un gato y los míos se volvieron rencorosos—. ¿O hacerme desaparecer? Me gustaría ver cómo lo intentas. Veamos de qué eres capaz.

Se enfrentó a mí con sus ojos escupiendo furia. Asentí antes de girarme para irme.

—Si no vuelves a trabajar, compraré tu edificio y te echaré. Dondequiera que intentes ir, estaré al acecho. No conseguirás trabajo ni un lugar donde vivir. Y lo mismo les pasará a las personas que te importan.

Me giré para mirarle de nuevo. Mis mejillas ardían de rabia, y no le tenía el menor miedo. Mi voz temblaba de rabia incontrolable.

—No puedes hacer eso.

—Me ha parecido que te mostrabas incrédula acerca de lo que puedo hacer. ¿Por qué de pronto pareces tan asustada?

—Mason.

—Señor Campbell, si no le importa —me corrigió autoritariamente, desterrando el tuteo—. No compartimos ninguna relación, así que debe ser formal conmigo, señorita Hart.

—¿Por qué hace esto? No quiero trabajar más para usted.

—Es una lástima.

Me mordí con fuerza el labio inferior, intentando luchar contra las ganas de gritar.

—No quiero que haga daño a mis amigos y a mi familia —me rendí. No necesité decirle claramente que acababa de recuperar a su asistente.

Mi expresión de derrota provocó una pequeña sonrisa burlona que estiró las comisuras de su boca.

Se me cortó la respiración. Su sonrisa, maldita sea, su sonrisa le hacía parecer tan guapo que era devastadora.

Siempre había pensado que era muy atractivo pero, cuando sonreía, bien podía ser el hombre más seductor del mundo.

Era impresionante.

Su sonrisa me cegó.

¡Maldita sea! Podía hacer que cualquiera bailara al ritmo de su música. Pero aquella sonrisa no pertenecía a nadie, en realidad, solamente a un hombre horrible; y yo ya no podía ver su belleza.

Un hombre grosero y controlador no era un hombre atractivo.

—La veré el lunes, señorita Hart.

Pero yo ya me había dado la vuelta y estaba corriendo hacia mi edificio, casi sin poder respirar por la rabia que bullía en mi interior.

Incluso cuando llegué a la comodidad de mi habitación y me tiré sobre la cama, me resultó imposible controlar mis sentimientos.

Rabia, humillación y, sobre todo, un odio abrasador hacia Mason Campbell, que me había puesto en una situación imposible sin pensar en mis sentimientos.

Golpeé los puños contra las almohadas, deseando gritar en voz alta.

—Realmente no puedo escapar de él, ¿verdad?

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