Huyendo del Alfa - Portada del libro

Huyendo del Alfa

Katlego Moncho

Hasta la vista, adiós, hasta siempre

JUNIPER

El sol había desaparecido.

En su lugar, un relámpago atravesó el cielo y descargó a lo lejos. Las nubes oscuras consumían todo a su paso. De alguna manera, aquello parecía más apropiado. El sol y los vientos suaves nunca habían sido el clima apropiado para mi cumpleaños. Rayos y truenos, vendavales aullantes y tormentas feroces. Aquél sí era el acompañamiento adecuado.

En aquella fecha sólo habían ocurrido cosas malas.

Oscuridad y muerte.

¿Cómo podría elegir entre ellas? ¿Cómo podía él obligarme a elegir? Ambas opciones me llevaban a una muerte inevitable y dolorosa. Estaba segura de que mi padre me torturaría en los calabozos, tal vez incluso me condenaría a morir de hambre. Dejaría que mi cuerpo se descompusiera hasta que no quedara nada.

Sería muy propio de él.

Los renegados eran conocidos por la vida despiadada que llevaban. Abandonados a los bajos instintos o la codicia, eran criaturas egoístas que se cebaban con los más débiles. Su fuerza, velocidad y formas de lobo básicamente me aseguraban convertirme en su presa.

Pero ahí fuera tendríamos una oportunidad —objetó Estrella.

—June. —escuché. La abuela llamó mi atención, sus ojos implorando que tomara una decisión imposible. O tal vez tratando de comunicarme otra posibilidad, pero no sabía qué haría ella. Qué querría que hiciera.

Mi padre le clavó la pistola en el lateral de la cabeza con más fuerza.

—Ya basta. Esta es la elección de June.

¿Cómo podía ser tan despiadado? ¿Qué clase de persona era capaz de amenazar y matar a sus propios padres, de obligar a su propia hija a morir o a exiliarse? ¿Qué horrores había vivido para ser tan retorcido?

—No creas que no sé que la has estado ayudando —continuó, con la mirada de su lobo en los ojos—. Escondiéndola delante de mis narices. Habrá consecuencias.

Di otro paso involuntario hacia delante.

—¡No! —exclamé.

Se volvió hacia mí, expectante.

—Me marcharé, pero por favor, no la lastimes.

Esto llamó la atención de mamá.

—¿Eliges el exilio, entonces?

—Sí —gimoteé.

Una mirada de regocijo cruzó el rostro de mi padre, y las cejas de mi madre se alzaron.

Fue repentino y estridente, como años atrás. El fragor resonó en la repentina quietud de la habitación. Vi la sangre que salpicaba el suelo, oí el golpe que supuso la caída del cuerpo de mi abuela.

Mi padre se encogió de hombros con una sonrisa, excusando el asesinato de su propia madre con acusaciones de traición, de intenciones desleales.

El olor a cordita me picó la nariz. Mis ojos se clavaron en el rostro de la abuela, las lágrimas me nublaron la vista. Vi cómo la sangre se acumulaba debajo de ella, su expresión congelada de dolor y sorpresa para siempre.

La única persona que se había preocupado por mí durante aquellos años. La única persona a la que amaba con todo mi corazón. El pequeño punto de luz que tenía en aquella prisión dentro de un mundo oscuro.

Ajusticiada.

Muerta a los pies de mis padres.

Dayton se agachó para acercar su cara a la de la abuela, con una sonrisa cruel destinada a captar toda mi atención.

—Corre si valoras en algo tu vida.

El caos entró en la habitación con sus palabras. Los hombres lobo irrumpieron en la sala, golpeando las puertas y rompiendo las ventanas. Los cristales y los trozos de madera salpicaron el suelo.

Al menos dos lobos se centraron en mí. Pelajes grises y marrones. Dientes afilados chasqueaban en mi dirección mientras se concentraban. Con cada paso que daba hacia atrás, cubrían el doble de distancia.

Retrocedí hasta la puerta trasera en un santiamén, noté la manilla clavándose en mi espalda.

Abrí la puerta de golpe y salí corriendo.

Había otro lobo en el exterior, y me dejó pasar al galope, mordiendo mis tobillos y mis pies. Mi corazón latía al ritmo de mis pasos. Jadeaba en cuestión de segundos en cuanto me alejé corriendo de mi casa.

De la única vida que conocía.

El viento me azotaba la cara y la lluvia me escocía al golpear mi piel. Los relámpagos seguían rugiendo en el cielo, pero yo no podía parar. El crujido de los truenos ahogaba mis gritos, mis sollozos.

Los lobos me habían seguido. Sabía que podrían alcanzarme fácilmente y superarme.

Pero no estaban allí para cazar. Estaban allí para verme fuera de las tierras de la manada.

No sabía cuánto tiempo había corrido. Sabía que había muchos kilómetros entre las fronteras y la casa de la abuela, y que podía tardar fácilmente todo el día en llegar a pie. No ayudaba que cada vez que mi ritmo disminuía, uno de los lobos estaba allí para asegurarse de que no me relajara.

Sobra decir que tendría que curarme de algo más que raspones y moretones.

Al anochecer habíamos llegado a nuestro destino y la tormenta se había calmado. No sentí que el vínculo se rompiera, y se me ocurrió pensar que tal vez nunca había tenido uno. Sin embargo, ahora no importaba.

Estaba fuera de Litmus.

En apariencia, el territorio de los renegados no era muy diferente del de la manada. Los árboles eran los mismos y los cantos de los pájaros eran similares. Pero en aquella tierra no había una sensación de seguridad.

Apestaba a miedo. Mohoso, empalagoso y podrido.

Los lobos esperaron a que cruzara la línea que separa la tierra de Litmus del territorio de los renegados antes de comenzar la caza. Comenzaron a actuar de forma frenética, arañándose unos a otros para llegar a mí.

El abuelo solía contarme historias de cuando los renegados se atrevían a entrar en las tierras de la manada. Los ejecutores, los guerreros, se lanzaban sobre ellos como, bueno, como lobos ansiosos de carne fresca y cruda.

En aquel entonces yo lo había justificado. Los renegados eran criaturas horribles, que sólo buscaban provocar dolor y desdicha. Por tanto, merecían lo que tenían.

Ahora no estaba tan convencida.

Moví los brazos y las piernas tan rápido como podían llevarme. Prácticamente podía sentir su aliento caliente recorriendo mi cuello. Estaba segura de que me atraparían en cualquier momento.

—¡Tienes que protegernos, June! No van a parar. No hasta que estemos muertas —gritó Star. Era la vez que más desesperación había percibido en su voz. Podía sentir su angustia, pero también su confianza ciega.

Ella creía en mí, en nosotras, para salir vivas de aquello.

Un lobo gruñó justo detrás de mí, y una mirada hacia atrás me mostró que se estaba preparando para saltar. En el último momento, me desvié a la derecha, agachándome y rodando por el suelo mientras el lobo volaba por encima de mí, chillando al chocar contra el tronco de un árbol.

Sin embargo, el repentino giro no sirvió de mucho para burlar al resto de mis perseguidores, y pronto otro se lanzó hacia mí. Grité y levanté las manos para defenderme.

Cuando no sentí que un cuerpo peludo me tiraba al suelo, eché un vistazo para ver qué había pasado. Todos mis perseguidores habían vuelto grupas y huido.

¿Qué había pasado?

El rumor grave de un gruñido sonó detrás de mí, haciendo que se me erizaran los pelos de la nuca.

—¿Qué tenemos aquí?

Me di la vuelta, dispuesta a enfrentarme a la nueva amenaza. Mis ojos se abrieron como platos; me quedé boquiabierta.

Veinte lobos, más grandes que los que me habían perseguido, se cernían sobre mí. Componían mezcla de colores y tamaños, y dominaban el factor intimidatorio a la perfección.

Un hombre se situó frente a los lobos y me sonrojé. Estaba desnudo y no se avergonzaba de ello. Los músculos abultados y los ojos afilados fueron todo lo que me permití observar antes de apartar la mirada.

—¿Te atreves a entrar sin permiso en la tierra de la Manada de la Luna de Vistas, intrusa? —inquirió. Había una cualidad burlona en la forma en que lo dijo, como si no pudiera creer que yo fuera tan tonta como para intentarlo.

Entonces, sus palabras calaron en mí.

La manada de la Luna de Vistas era conocida por ser el hogar de ideales despiadados y sangrientos, y su alfa los encarnaba aún más. A pesar de su corta edad, había conseguido infundir miedo en los corazones de las manadas de todo el país. Mi abuela incluso tenía entendido que los lobos hablaban del Alfa de Vistas en todo el mundo.

Había historias de cómo había hecho sangrar a un hombre por mirarlo mal. Me estremecí al pensar en qué le haría a quien le traicionara.

Pero antes de que pudiera hacer nada, el hombre silbó y los lobos se movieron. Se dirigieron hacia mí, y uno saltó al acercarse.

Me tambaleé hacia atrás y tropecé. Mis brazos se agitaron y caí con fuerza. Mi cabeza se estrelló contra el duro suelo con un fuerte golpe.

El sonido de los aullidos fue lo último que escuché antes de hundirme en la oscuridad.

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