La compañera del Rey Lobo - Portada del libro

La compañera del Rey Lobo

Alena Des

Mazmorras y pesadillas

BELLE

¡Plinc!

La humedad del techo se estrelló contra el suelo, resonando en las oscuras paredes de la mazmorra. El olor era casi insoportable, un recordatorio de mis circunstancias.

¡Plinc!

Las lágrimas resbalaron por mis mejillas y se unieron a la olorosa humedad del suelo. Era apropiado, realmente. Todo lo que tenía por cierto en mi vida había quedado patas arriba.

Ser un lobo significaba ser libre, salvaje, y hacer lo mejor para tu manada. Pero aquello no era lo mejor para nadie, excepto para el rey monstruo que me mantenía allí.

Pero, ¿por qué?

La respuesta se me escapaba porque otros temores ocupaban mi mente. Había querido que alguien se fijara en mí y me sacara del aburrimiento de mi existencia.

A veces los deseos se hacían realidad de una manera un tanto exagerada...

Mi familia estaría preocupada. Una hija de alfa raptada en medio de la noche no ofrecía una buena imagen a los demás en la manada, incluso si mi captor era el rey de los licántropos.

Sean estaría sin duda cabreado: su hermanita había sido abducida sin él poder hacer nada. Estaría buscando mi rastro por todas partes.

Pero, ¿les traería hasta donde me encontraba? ¿Acaso importaba, ahora que el rey me tenía en su poder?

Me estremecí en la fría mazmorra, dejando que las paredes me encerraran en su frío abrazo. Aquello era mejor que estar cerca del monstruo.

A medida que el recuerdo de cabalgar sobre su espalda regresaba a mí, también lo hacía un calor ardiente que crecía lentamente en mi cuerpo. A pesar de todo, era agradable. Y había algo más que el calor.

Deseo.

Lujuria.

Había podido escuchar cómo se besaban.

Había visto sus lenguas buscando la del otro.

Grité ante la idea de anhelar algo íntimo con él.

Las lágrimas comenzaron de nuevo, más rápido y con más determinación. Llenaría aquella mazmorra con el producto de mi llanto y flotaría el nivel superior, fuera del castillo. Con suerte, aquel torrente de tristeza me llevaría de vuelta a casa.

Pero, ¿qué pasaba si aquella era mi casa?

Cerré los ojos, sintiendo que nuevas lágrimas calentaban mis mejillas. La oscuridad era mi consuelo. Y dejé que me llevara a un sueño profundo.

***

El sonido del goteo casi ahogó los pasos que se acercaban.

El instinto me arrancó del sueño y me hizo incorporarme.

Me sequé las lágrimas, pero ya no estaban allí.

Mis mejillas estaban secas y resquebrajadas, sin duda rojas.

Sabía lo que debía parecer, y la idea de que él me viera así me provocaba náuseas.

Una figura ocupó el pasillo llevando lo que parecía una linterna.

La luz era cálida y suave, pero mis ojos no pudieron adaptarse con la suficiente rapidez a la nueva sensación. Me protegí de la luz con la mano y volví a mirar.

Era alguien menos corpulento que el rey, pero igualmente supe que era un hombre.

Alto.

Fuerte.

Frío. Como aquellas paredes.

¿Debía tratar de plantarle cara? ¿Qué sentido tendría luchar?

Me observó mientras yo hacía lo propio, pero no se acercó.

—Annabelle —dijo una voz. Resonó como un trueno en la pequeña mazmorra, pero de manera amable y curiosa—. Te he traído algunas cosas para que estés más cómoda.

La linterna se levantó más alto y mis ojos se ajustaron. Por fin pude ver su rostro.

¡Era Xavier! En su otra mano sostenía mantas dobladas.

—¿Estás más o menos bien? —se interesó.

Buena pregunta...

—¿Te parece que lo estoy? La piedra le da un bonito aire medieval a la situación, pero estoy segura de que las mantas serán de más utilidad.

Xavier dejó escapar una carcajada. Era cálida y acogedora. Quería que aquella risa me rodeara y me diera fuerzas.

—Disculpa, no era mi intención reírme —se excusó.

—Entonces dime qué está pasando. Por la Diosa de la Luna, exijo saberlo —clamé. Mis gritos resonaron en las paredes, los fantasmas de mi ira se arremolinaron a nuestro alrededor.

Pude ver la sonrisa en su rostro. Si no fuera por la tristeza en sus ojos, ahora visibles, habría gritado de nuevo.

—Le preocupa que no seas propiamente uno de nosotros: un licántropo.

Ahora me tocaba a mí reír.

—¿Me ha exigido que deje mi manada y me vaya con él, me ha encerrado en un sótano y luego se niega a creer que puedo transformarme como cualquier otra persona?

Cerré los ojos y traté de mutar a loba.

Nada.

La húmeda oscuridad parecía enfriar todos mis instintos, volviendo mi fuerza de voluntad contra mí. Sólo pude mirarle con impotencia.

¿Qué pensaría Xavier de mí? Aquel hermoso y amable hombre estaba observando a un miembro débil de su especie, a alguien incapaz de hacer lo que había sido natural para los licántropos desde tiempos inmemoriales.

—Sabemos que puedes transformarte. Pero hay otros seres que también poseen esa capacidad. Las brujas, por ejemplo.

¡¿Brujas?!

¡Aquello era una conspiración! La risa brotó de lo más profundo de mi interior, emergiendo de mi garganta.

—Gracias. Me ha sentado bien al reírme por fin. Y pensar que, ahora, este calabozo me parece acogedor.

—Keith está más allá del razonamiento. Está convencido de que si el Señor de los Demonios te reclama, debe de haber más de lo que parece.

Le miré de nuevo.

—Gracias. Eso es un verdadero estímulo para mi ego.

La expresión de mi rostro cambió, volviéndose amable y suave. Esperaba que él pudiera verlo. Deseé que el monstruo al que llamaban rey se pareciera más a Xavier.

—¿Y a ti? ¿Qué te parece? —pregunté.

Xavier se movió de un lado a otro incómodo.

—Yo no tomo las decisiones aquí —señaló.

Desde luego que no.

—Pero no habría estado cerca de ti todo este tiempo si creyera que eres un peligro para nosotros. Lamento de verdad todo por lo que estás pasando. Rezo para que la Diosa de la Luna nos muestre el camino correcto.

Sacudí la cabeza y le hice un gesto para que se fuera. Fue una reacción despectiva hacia la única alma bondadosa que conocía en aquel lugar, pero también fue espontánea y genuina.

—Te traerán comida en breve.

—No os molestéis, no la quiero.

Deseé ser una mejor mentirosa. Lo de la comida sonaba genial. Mi estómago secundó aquellos pensamientos con un fuerte estruendo que sin lugar a dudas Xavier pudo escuchar.

—Pero no has comido en todo el día —apuntó.

—Y voy a seguir así. Ahora, déjame en paz. Necesito un poco de tranquilidad.

El dolor en su rostro dejó claro que había herido sus mejores intenciones.

—Muy bien. Pero te prometo que no tienes nada que temer. Queremos averiguar lo que está pasando tanto como tú —argumentó.

Me limité a apartarme de él.

—Entiendo tu actitud. Te prometo esto: haré todo lo posible para tratar que entre en razón. Pero hay un motivo por el que ha sido el Rey Lobo durante tanto tiempo. Debes recordar eso también.

¿Tenía realmente un aliado en Xavier?

Quise retroceder en el tiempo y retirar todo lo que le había dicho.

Pero cuando me di la vuelta ya no estaba. Oí sus pasos subiendo los escalones, alejándose cada vez más, hasta que llegó hasta mí el estruendo de la puerta de las mazmorras al cerrarse. El cerrojo se deslizó, asegurando mi cautividad.

Con las mantas que me había traído Xavier, disponía de una superficie sobre la que acostarme, así como una cobertura para mi cuerpo y una almohada en la que descansar la cabeza.

Bajé la intensidad de la linterna para asegurarme de que durara más tiempo. Las sombras crecían en los lóbregos muros, obligándome a recordar la pesadilla en la que me encontraba.

Me parecía imposible dormir. Habían pasado demasiadas cosas que costaba admitir como reales. El ultimátum para ser entregada al Señor de los Demonios, el ataque a los hombres lobo y nuestra posterior victoria. Y, por encima de todo, ¡ver a Keith besándola!

Me empezó a hervir la sangre, así que cerré los ojos con fuerza. Pequeñas motas de luz parpadeaban en mi oscura visión, diminutas chispas en aquella mazmorra que, de otro modo, estaría invadida por las tinieblas.

No me creía capaz de conciliar el sueño. Me negaba a pensar que encontraría la calma rodeada de tamaña confusión.

***

CLINK.

Me desperté en medio de la noche. Nuevas sombras se habían abierto paso en las paredes de la mazmorra, cambiando de forma con cada parpadeo de mis ojos, que aún se estaban adaptando.

Subí la luz de la linterna y miré a mi alrededor. Nada.

El sueño tiró de mis párpados, casi devolviéndome al mundo de los sueños.

Entonces escuché algo más...

ÑEEEEEC.

Las bisagras de una puerta que se abría.

—¿Quién anda ahí? —grité, con una voz que transmitía más pánico del que pretendía. Al no recibir respuesta, recogí la linterna y me dirigí hacia las escaleras.

Las piedras estaban frías en mis pies mientras subía los escalones uno a uno. Seguí el camino en espiral hasta que más luz llamó mi atención. Lo que vi en lo alto era demasiado para creerlo.

¡La puerta estaba abierta!

¿Era una trampa? No lo sabía y no tenía intención de averiguarlo. Pero la voz profunda y resonante que me llamaba por mi nombre me aseguró que no descendería. Todavía no.

Annabelle.

Odié aquel nombre y sacudí la cabeza. Quería volver a bajar y acurrucarme en el calor de mis mantas. Mis pies tenían otras ideas.

Con sólo unos pocos pasos más, ¡crucé el umbral! Los largos pasillos iluminados por fanales en las paredes parecían ser eternos, interminables.

Annabelle.

Mi cuerpo se giró involuntariamente, arrastrado por los relajantes sonidos de barítono.

Al cabo, una gran puerta se alzó frente a mí. Su madera era maciza, con tallas ornamentales.

Una energía que nunca había sentido tiró de mi mano hacia delante. Como un imán que atrae al metal, aquella fuerza invisible no hacía sino empujarme hacia delante. Parecía ser mi destino.

***

La sala del trono era amplia y estaba vacía. Era el sueño de cualquier minimalista: nada más que faroles que emanaban una luz mortecina que caía sobre estandartes de color carmesí.

En el centro había un gran trono de madera oscura.

Una vez más, apenas pude creer lo que veían mis ojos. Alguien estaba sentado en el trono.

Un fuego se avivó en mi cuerpo una vez más. Pero no era lo mismo que antes. Aquella vez resultó diferente.

Mis pies me acercaron más. Ya era demasiado tarde para volver atrás, aunque sabía por qué no sentía lo mismo.

Sentado en el trono no estaba Keith, el monarca absoluto de los licántropos.

Es otra persona.

Alguien cuya energía era más oscura, más feroz. Aquel ser no formaba parte de ninguna manada.

Me miró y se me heló la sangre, la misma que me había quemado momentos antes.

El Señor de los Demonios me contempló con una gran sonrisa en su rostro.

—Aquí estás. Mi amor. Mi Annabelle.

Intenté gritar, pero su sonrisa malvada me arrebató el aire de los pulmones.

La linterna de aceite se me cayó de las manos.

Al romperse contra el suelo, surgieron las llamas.

Las llamas envolvieron el trono y al Señor de los Demonios, dándole poderes repentinos que alimentaron el fuego, proyectándolo hacia el techo.

Sentí que la piel me hervía mientras mi cuerpo aterrizaba con un ruido sordo a los pies del trono.

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